lunes, 22 de septiembre de 2014

El depredador


  • Esta crónica iba a debería titularse "El ignorante", rótulo más ajustado al episodio que le dio origen. Pero se atraviesan esas cosas del merchandising, la imagen personal que uno cree que debe defender y las ganas de captar lectores con cultura cinematográfica, y ustedes saben, cede la justicia y termina triunfando el espectacular lenguaje de la guerra


Llegué a mi casita de madera en construcción. Me alisté para trabajar, busqué las herramientas, me paré frente a una de las paredes, y vi que esta se movía. Se meneaba, culebreaba como una bandera. Me puse los lentes; lo que se movía no era la pared sino los millones de hormigas que la cubrían. Eran unas bichitas de culito rojo, no tan impresionantes como los clásicos bachacos, aunque pude distinguir algunas de grandes tenazas y supuse que eran los soldados de la partida.
Marea de innumerable vértigo, la hecatombe animal se apoderaba del ranchito. Y se me dispararon las sirenas de alarma; si esas bichas anidaban ahí yo no podría habitar nunca esa casa, que por cierto es la única que tengo.

***

Me armé entonces de lo más eficaz de lo que disponía para combatir a los bichos salvajes, esos enemigos incómodos que nos impiden construir nuestra casa: sustancias tóxicas. Gasolina, gasoil y creolina; un tobo entero de una mezcla de esas tres sustancias, que juntas seguramente son más venenosas y letales que lo que pueda tener una mapanare en sus pertrechos. Iba a usar candela también, pero fíjate tú, la mía es una construcción 90% de madera.
Les zumbé varias cargas con un vaso pequeño, así de lejitos; las hormigas se agitaron, comenzaron a correr en todas direcciones. Ya estábamos igualados en algo: yo estaba sobresaltado, ellas también.
Busqué un cepillo de barrer y una brocha para aplicar el resto del líquido directamente en las paredes. Barrí, cepillé, arrasé a lo macho a docenas, centenares, tal vez miles de las invasoras. Estaba en eso, más o menos eufórico y excitado, cuando recibí un gol en contra. Más bien dos: escuché claramente algo que me sonó tac, tac en la pantorrilla derecha; acto seguido un dolor lacerante y ardiente, y segundos después una sensación que no tengo por qué reservarme ni tratar de narrar de manera elegante (porque es imposible): esas dos pequeñas picaduras me dieron ganas de cagar.
Me imaginé la picadura de cien, doscientas o mil de esas hormigas en el cuerpo de alguien perdido o descuidado en estas montañas. Aplasté con más dolor que rabia a las dos agresoras y me vi las heridas: aquí las tengo. Muy grandes para ser infligidas por ese par de bichitas. Me acordé de la canción de Gino: "Solos somos la gota; juntos, el aguacero".
Hasta ese momento no se me había ocurrido pensar en la forma en que esas locas habían llegado allí, y por supuesto miré hacia el piso. No estaba cubierto totalmente como las paredes, pero había tres filas/oleadas de insectos trotando hacia su objetivo. A tener cuidado entonces con los puntos donde pisaba.
Vacié medio tobo del coctel tóxico dentro de la casa, salí y utilicé el otro medio tobo en la fachada principal. Se me acabó el combustible y pensé, optimista y más o menos orgulloso, que mi matanza y el olor de la mezcla iban a ser suficientes para espantarlas. Tuve entonces el impulso de seguir el rastro del río animal que subía desde la calle; miré con atención y vi algo que, debido al estado de alarma en que me encontraba, no me dediqué a contemplar con toda la atención que se merecía: imbuida en la marcha caminaba una hormiga perfecta, de unos 3 centímetros, casi animación 3D: una hormiga de plástico, blanca con lunares azules, que no sé si vuelva a ver en la vida.
Bajé las escaleras, miré la cuneta, me fijé en la enorme fila; las invasoras venían en correcta y torrencial formación desde allá, desde muy lejos, desde el coñísimo de su madre, y ni el movimiento ni el número de ellas se terminaba. Ni 100 tobos de combustible iban a acabar con esas diablas, y yo no tengo 100 tobos de combustible ni de nada.
Martín, un niño de 10 años, vecino de la comunidad, se acercó a curiosear y me preguntó en qué andaba. Después de mostrarle y comentarle el rollo me dijo: "Mi papá dice que a esas bichas hay que dejarlas tranquilas".
No le paré bolas. Nadie le hace caso a un niño de 10 años así esté citando a su papá.
¿Regalarles mi casa a las hormigas? Mamen.

***

Bajé al pueblo a buscar ayuda y asesoría; los campesinos altamireños han sido durante más de un año mis maestros en materia de siembra, alimentación, construcción y otros aspectos de la vida en la montaña, así que ellos debían saber cómo combatir esta plaga. Me encontré con la señora María y el compai Angelón y les pregunté si tenían algún insecticida que pudiera aplicar en grandes cantidades, con asperjadora. Les describí el problema que tenía y les mostré unos pocos cadáveres de los insectos que me azotaban. Los dos hablaron al mismo tiempo, pero a los dos los oí por separado:

--Ay, señor Duque...
--¿Tú eres güevón?

***

Sucede que, entre los muchos rituales populares del pueblo de Altamira, se encuentra uno del que yo no tenía noticias: de vez en cuando, en tiempo de lluvia, aparece una bandada de hormigas cazadoras (así las llaman) en una casa cualquiera. Este es un acontecimiento fortuito que algunas veces le sucede a una casa y a veces a varias; a otras no les ocurre nunca. En cualquier caso, es una bendición. Un súbito regalo de la selva a los seres humanos que tienen aquí sus viviendas: las hormigas no llegan para anidar o quedarse allí sino para limpiar la casa. Este depredador multitudinario se mete en todos los rincones y arrasa con cuanto alacrán, culebra, ratón, polilla, termita y animal nocivo o buen culo se atraviese.
Cuando sucede esto es común que la familia premiada desaloje la vivienda durante todo el día, hasta que llega la noche; en ese intervalo de tiempo la gente se instala en una casa vecina mientras las cazadoras hacen su trabajo, se llevan lo que encuentren por ahí mal parado y siguen su camino. Son nómadas, un río constante que no hace nidos ni madrigueras sino que surca lo inmenso del húmedo y frío bosque del piedemonte, cumple su misión de profilaxis y sigue para allá, para donde sea y para más nunca.
En términos abstractos es temible su potencia; un cocodrilo, león o jaguar se burlaría de un encuentro con una, dos o diez de estas hormigas. Pero ningún ser viviente sobreviviría al ataque de 30 millones de ellas. Sólo que ellas no vienen a atacarte, estúpido: vienen a limpiarte la casa, a hacértela más habitable.

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Y sí, me siento mal, culpable, profundamente ignorante; están los depredadores que cazan para comer y estamos los que matamos porque le tememos a lo que no conocemos.

***

Anoten los datos centrales del cuento: miedo, sentido de la propiedad. De ser un carajo que defiende la causa de los débiles me convertí de pronto en un amo con miedo; en un propietario dispuesto a defender con violencia sus dominios.
Yo estoy haciendo una casa ahí en el territorio donde ellas vivían primero. Aun así no vinieron a desalojarme sino a hacerme tremenda segunda, pero del lado de allá lo que vi fueron soldados; uno prefiere llamar soldado a una legión de animalitos con tal de anunciar que lo que viene es el relato de una guerra espantosa, una coñacera épica. Como la formación emocional y sentimental de nosotros, los esclavos del capital, proviene en buena parte del cine gringo, no es difícil adivinar qué cosa produjeron en nuestros adentros las películas sobre esos seres malditos llamados tarántulas, marabuntas, anacondas, tiburones y cualquier iguana o lagartija transfigurada en Godzilla.
Eso de ser urbano o citadino consiste en buena parte en negar el ser natural que somos (proceso civilizatorio llaman a eso), así que se van entendiendo el desapego a la tierra y el terror a la naturaleza de nosotros, los que fuimos secuestrados por la ciudad.
Esa fobia contra nuestros hermanos tiene un síntoma evidentísimo en el lenguaje: el peor insulto que usted puede proferir contra alguien en cualquier idioma moderno es animal. Si alguien no se altera porque usted lo llame así puede ser más específico e intentar con algo como burro, zorra, cerdo, gallina, gusano, chigüire o pato.

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Solos somos la gota; juntos, el aguacero: aquello fue una lección de trabajo colectivo. Táctica o estrategia que sirve para la destrucción y también para la construcción.

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Nota mental, por enésima vez: no combatir a la naturaleza sino adaptarse a ella. Si la naturaleza se opone, mejor apartarse y dejar que se le pase la furia o la traslade para otro lado. "Hacer que nos obedezca" es imposible; nosotros no somos los papás de la naturaleza sino uno de sus interesantes (y a veces muy miserables) productos.

miércoles, 4 de junio de 2014

Las casas del Cazador

Foto: Félix Gerardi
  • Aunque estas reflexiones son, con algunas variantes, las mismas que he pronunciado en las presentaciones de su novela-testimonio, “El llano era de nosotros”, siento que le debía y ahora le estoy pagando este texto escrito al Cazador Novato (Rafael Martínez Arteaga).

Primera casa

El día que vi el primer ejemplar impreso del libro “El llano era de nosotros” tuve un sobresalto, más bien una molestia, porque al revisar la contratapa me encontré con un dato erróneo, o eso me pareció. Decía que el lugar de nacimiento del autor era la “hacienda Jurapal, Arauca, Colombia”. El dato proporcionado por el propio Cazador Novato informaba que ese hato queda en el cajón del Arauca pero del lado venezolano, así que, en rigor, el editor se había equivocado. En unas pocas horas había que presentar esa novela en la Feria del Libro, capítulo Caracas, y me imaginé el arrecherón que iba a coger el coplero y declamador cuando viera ese dato choreto en su reseña biográfica.
Además del dato estricto que yo veía violentado, se me atravesaba también, inconsciente pero fatalmente, una incomodidad extra, y es esa partícula de nacionalismo que todos tenemos, incluso aquellos que clamamos y argumentamos por la eliminación de las fronteras y por la unidad de los pueblos fronterizos. De alguna manera, en algún recodo del cerebro, mi molestia fundamental tenía que ver más con eso de “Verga, cómo le vamos a atribuir a Colombia el haber sido la cuna de un emblema de lo venezolano”. Vainas que a uno le inculcan y le incrustan en el cerebro desde niño.

Agarré a Rafael Martínez antes de la presentación, lejos de la Feria por si acaso, y le mostré el error. Le dije que yo mismo escribí esa reseña y que después se me había creado la duda. El viejo llanero me respondió, con la tremenda seriedad con que es capaz de hablar cuando se lo propone (es decir, cuando no está jodiendo): “No, eso no es ningún error. Resulta que esa hacienda tiene un pedazo en territorio colombiano y otro en Venezuela. Es más: el cuarto de la casa donde yo nací queda en Venezuela, pero el fogón donde cocinaba mi mamá está en Colombia”.

Esa espectacular circunstancia ya lo monta a uno sobre la primera clave cultural (primera casa- primera clave) que gravita en torno a Rafael Martínez Arteaga, El Cazador Novato: de los íconos culturales humanos de los dos países no debe haber ninguno que sea tan genuinamente colombo-venezolano.

Destellos simbólicos aparte, el Cazador siempre cuenta por qué para la familia siempre ha sido una ventaja que él cargue encima una cédula colombiana: porque las vaquitas de la hacienda, ignorantes y desentendidas de ese asunto llamado línea fronteriza, a veces rompen o saltan una alambrada y se van a comer pasto en el lado colombiano, incluso fuera de la hacienda, y parece que no hay nada más desesperadamente indestructible que la burocracia colombiana a la hora de repatriar ganado a Venezuela.

La lógica jurídica (cree uno que es sólo jurídica, cómo no) sería esta: no se puede devolver a otro país algo que es imposible demostrar con papeles que pertenece a ese otro país. A Rafael le resulta entonces más fácil justificarse: “Yo soy un ciudadano colombiano y este es mi ganado, ustedes me lo dan y yo lo devuelvo a mi propiedad, que queda aquí mismito detrás de esa cerca”.

Ahí mismito; esa propiedad binacional que no es Colombia ni Venezuela sino las dos cosas a la vez. Como la música, la poesía y la vida del Cazador Novato.

Segunda casa

En los años 70 el Cazador estaba de moda, aunque proscrito de todas las emisoras debido a las letras muriáticas que son la marca del compositor: “Párate, coñoetumadre, pa date tu merecío”. Esto, después de haber sido una de las voces más recias del llano. De 1969 data el pajarillo que ponemos más abajo, cantado con garganta colosal (y en el intermedio el escalofriante solo de arpa, el bordoneo inclemente de Eudes Álvarez), que narra una tragedia espantosa, La masacre del Vichada.

Por favor, dediquen unos minutos a escuchar con atención la letra, porque la maniobra que realiza Rafael Martínez al final de la canción habla de alguien que ha detectado “cosas” en la historia del pueblo. Dice que lo peor de la masacre no fueron el bombardeo, la metralla, la degollina y las violaciones, sino lo que vino después:

“Ahora sí andan los guajibos con zapato y con polaina,
con cartucheras tercía’s, y sombreros pelo e guama
Se miran hasta bonitas las indias con minifalda,
usan medias, pantalón, y las uñas bien pintadas
El guayuco lo botaron porque era moda pasada.
Hasta se caen del chinchorro: tienen que dormir en cama”.

Ni más ni menos, la masacre cultural, el asesinato de lo que les quedaba de costumbre y uso ancestral como pueblo; el exterminio propiamente dicho.

La canción completa:




***
La gente se volcaba a las discotiendas a comprar los elepés del Cazador Novato, un fenómeno de popularidad creciente a pesar de que sólo una de sus declamaciones sonó alguna vez en las radios del país, y fue precisamente la pieza que le dio el nombre al cantautor. En tiempos en que existía una forma primitiva y doméstica del pirateo, las letras donde las “groserías” estallaban sin ningún freno ni pudor se escuchaban a todo volumen en las casas, botiquines y aparatos de esos que reproducían casettes.

Una vez lo citaron para que fuera al Ministerio de Transporte y Comunicaciones para que explicara por qué tanta virulencia, tanta palabra endemoniada y ofensiva, tanto ataque directo a la moral y las buenas costumbres; es decir: tanto atentado contra el habla pulcra y decente que debía inculcarse al ciudadano desde la familia, la escuela y los lugares públicos. Ante un grupo de ocho o diez directivos adecos de aquel ministerio, incluido el ministro, el Cazador dijo: “Bueno chico, porque mientras la gente culta quiere enseñar al pueblo a hablar mansito, el pueblo anda hablando como sabe hablar. En los pueblos nadie le dice a nadie ‘Eres un idiota’ sino ‘Eres un hijo de la gran puta’; nadie va a defecar sino a cagar, nadie dice afeminado sino marico; cuando una persona se pisa un dedo con un martillo no dice ‘Oh, me he lastimado’, sino ‘coooño maldita sea esta mierda’. Y por mucho que usted le dé clases a los muchachos para que hablen como patiquines ellos siempre van a hablar como el pueblo que los rodea”.

Los directivos lo escucharon entre carcajadas y terminaron dándole la razón. Pero le informaron que el ministerio seguiría prohibiendo difundir sus canciones por la radio. Parece que la sociedad no estaba preparada para escuchar por radio los contenidos que de todas formas escuchaba en la calle. Esto permanece idéntico e inamovible en la legislación actual.

***

Estaba en plena efervescencia esa fama underground del Cazador Novato cuando se encontró en el camino con otro loco irresponsable, otro cantor a quien, a pesar del enorme cariño que le profesaba el pueblo más pobre, también le tenían prohibidas sus canciones en las radios y televisoras. Y no era precisamente por decir groserías, sino por algo tanto más grave u ofensivo para la moral burguesa.

Cuando esos dos parranderos se juntaron se aplicaron a hacer lo que mejor sabían hacer: viajar y parrandear. Alquilaron una casa en Acarigua y la usaron como base de operaciones o plataforma de lanzamiento; como un respiradero donde llegar a recomponerse, echarse un baño, pensar, tomar nota, escribir y recuperarse antes de salir otra vez a recorrer los caminos del país. Eran un par de renegados, juglares nómadas y tormentosos que se metían a cantar gratis en cualquier tugurio, botiquín, plaza o patio donde los invitaran.

Por esto ambos eran famosos sin necesidad de radio o televisión. Los “artistas” que sí eran promocionados por todos los medios cobraban un dineral por sus presentaciones, así que resultaba impensable para la mayoría ver cantar en vivo alguna vez a Simón Díaz, Héctor Cabrera y esa clase de “ídolos” que sólo lo fueron porque a la industria musical le dio la gana de que lo fueran. ¿María Teresa Chacín en un solar lleno de borrachos en El Samán de Apure? ¿Simón Díaz cantándoles tonadas a los ordeñadores de verdad en Arismendi? Par favaaar, qué te has creído tú.

Al Cazador y a su amigo la gente iba a verlos y al finalizar las presentaciones se iba con ellos a seguir la canta y el parrando donde fuera. Inundaciones de aguardiente, amigos y mujeres los arropaban en caseríos y ciudades. Así se construyó el cariño gigantesco con que todavía la gente de todas partes los recuerda, a cada uno por su lado.

Por cierto que al otro parrandero un día le llegó la hora de parar un momento aquella máquina de recorrer caminos. Se enamoró de una bella muchacha, cantora también, y ya la casa de Acarigua no fue la misma, porque había una compañera que respetar y a la que no se le podían imponer agendas locas ni ritmos desaforados. Rafael se percató al instante de la nueva situación y decidió apartarse para dejar que los amantes se entregaran a lo suyo. Tomó su camino, y la pareja de cantores tomó otro.

Pero nunca dejaron ambos de honrar su oficio y su destino: su manera de lanzarse por las carreteras del país no era una borrachera estéril ni improductiva, sino el método más eficaz de la historia para adentrarse en el alma de los pueblos, conocerla y enamorarse de ella.

Segunda casa, segunda clave: nadie puede conocer (mucho menos amar) a un país si no lo recorre, lo vive y lo interroga en la piel de sus habitantes. La demostración de ello es la obra musical de esos dos parranderos que anduvieron juntos cantando gratis y recibiendo a cambio el conocimiento de la Venezuela profunda, y amor por toneladas: Rafael Martínez Arteaga y Alí Primera.

Luego de esa temporada al lado de Alí el Cazador Novato introdujo en su ardoroso fusil de versos la profundidad de un discurso político. No abandonó la copla jocosa ni la mamadera de gallo; no dejó de hacer reír con cuentos como este:

Ese tipo de recopilaciones del humor candeloso del pueblo llano siguió siendo un signo de su poesía, pero es evidente que la junta con el paraguanero lo marcó, lo revolucionó, lo puso a decir otro tipo de verdades:

Al hijo de mi compadre le pusieron Ronald Reagan
porque dizque al del vecino Richard Nixon lo llamaban.
Deberían tener presente que esa gente nos envaina
llevándose de este suelo las riquezas de la patria
que el único bien que hacen es comprar la mariguana.

Si hablamos de la ocasión los coños no dejan nada
del petróleo y el carbón nos dejan es la rezaga
y uno como un maricón riéndose a carcajadas.

Este poema (que no termina aquí, por supuesto), titulado “Señora democracia”, es quizá su alegato antiimperialista y antiburgués más contundente:


 
***

Tercera casa

Desde el año 2006 el Cazador vive en una comunidad llamada La Quinta, cercana a Altamira de Cáceres, la primera capital del estado Barinas. Es una zona montañosa donde gobiernan los ríos, el café y las mapanares. Una hermosura de montaña.

Un día lo encontré dirigiendo unas remodelaciones en su casa. Estaba poniendo cemento y bloques, pero dijo que iba a conservar la construcción original o fundacional tal como estaba, porque el primer documento de propiedad data del año 1872 (quiere decir que la construyeron antes) y él quiere conservar lo que queda de este monumento de la construcción popular.

Se trata de un cajón de unos 3 x 4 metros hecho de bahareque, aunque frisado en otra época con capa de cemento. Como el concreto se ha caído en varios tramos de esas paredes puede verse adentro cómo y de qué estaba hecha esa casa que tiene siglo y medio: el barro, las cañabravas, y los amarres de bejuco. Esto del bejuco aporta la tercera clave en esta tercera casa del Cazador.

Cuando a un habitante cualquiera, de la ciudad o del campo venezolano, le mencionan la palabra “bahareque”, en seguida la reacción es de rechazo y tal vez algo de burla. “Bahareque” no sólo suena feo y campuruso, sino que la imagen mental que le trae a uno es la de un rancho todo torcido y vuelto mierda, lleno de gente muy jodida, carajitos barrigones de tantos parásitos, las gallinas y los perros disputándoles la comida. Un bahareque nos trae la representación mental de la miseria.

Pero pasa algo que a nadie o a casi nadie le explicaron: el por qué. En cierto momento del siglo XX, cuando el capitalismo industrial arropó el ensayo de país que teníamos en Venezuela, el proceso de negación de la naturaleza y de los materiales nobles (y gratis) con que se construyen las casas de verdad nos trajo al momento en que a todo el mundo se le convenció de que nada es más fuerte, resistente y duradero que el metal. El mismo proceso nos llevó a rendirle culto al cemento, cuando contábamos con algo tan recio como el barro para construir con distintas técnicas (tapia, adobe, bahareque). Esos bahareques que uno ve en la carretera doblados y desvencijados están así porque la estafa del capitalismo no tardó en quedar en evidencia: el esqueleto de esos bahaqueres fueron amarrados y sujetados con clavos y alambre, y ya todo el mundo sabe que los metales ferrosos se pudren, oxidan y descomponen, más temprano que tarde. Al contacto con el barro los clavos no duran más de cinco años antes de oxidarse, y el alambre se debilita y se parte un poco antes.

El bejuco con que está amarrada la casa del Cazador no se descompone con la tierra sino que, con el paso del tiempo, se endurece, casi se petrifica, se integra a la tierra y por lo tanto a la estructura. Las paredes originales de esa casa (que por cierto no es de las más viejas de Altamira: aquí hay casas sólidas de más de 300 años) se ven firmes. A su lado están las otras paredes de cemento y metal, pudriéndose lentamente; el viejo bahareque verá morir a la casa capitalista, y ojalá haya quien capte esta tercera clave: las casas del futuro tienen que ser como las de antes. Hay que ir olvidando poco a poco el cemento, abandonar poco a poco las casas enfermas que nos enfermaron y volver a experimentar con los materiales del entorno.

La sociedad capitalista desaparecerá, y la continuación de nuestra historia debe buscarse en aquel intento de país que fuimos: aquel país donde todavía sembrábamos para comer y no para vender; un país que no conocía el cemento y entonces hacía magia con la piedra, el barro y la madera.

***

La vida y la obra musical y escrita de Rafael Martínez Arteaga se parecen entonces a sus tres casas: son un desafío a las convenciones y a las líneas imaginarias que separan a nuestros pueblos, una comprobación de que a Venezuela sólo la quiere quien la conoce, y quien se lanza a conocerla encontrará al pueblo y a la poesía; y un triunfo sobre el paso del tiempo y sobre el capitalismo industrial. 

viernes, 30 de mayo de 2014

Sembrar y empreñar

El verano extremo es la ovulación de la tierra. En la víspera de la temporada lluviosa la tierra seca tiene rato diciendo: “Fecúndame”, y lo pide o lo ordena con tanta violencia que cada contacto termina en preñez. La tierra y la lluvia se aman con furia.
El habla popular en tono de jodedera ha dado con esa clave: no hay fornicación más rabiosa que esa que nos saca de un largo verano. El veraniao entrompa ardorosamente a la hembra y la impregna o inocula con copiosas leches de varón, de esas que dan vida.
Aunque el compai Gino ha descubierto que la imagen de esos encuentros tiene algo de lésbico (“La lluvia extiende el cabello sobre el pecho de la tierra”) no es de ninguna manera estéril. Millones de hijos vegetales y animales vendrán gracias a estos retozos en forma de tormenta. Las semillas germinan al contacto con el agua y nuestras hormonas se estremecen cuando los chaparrones del frío y el relámpago nos arrastran en pareja hacia la cama.

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La canción de Jorge Guerrero dice: “Por lo recio del verano / la vaca vieja Merey /murió atorada en un pozo /cerquita del terraplén. / Ya se me enflacó el caballo / tengo la esperanza en mayo / que venga a reverdecer /para que no se me sequen / los retoños del laurel”. En Altamira de Cáceres empezó a llover en abril (tal como lo predijeron las cabañuelas); en las zonas no montañosas del país parece que está tardando un poco ese evento, pero tengan por seguro que viene pronto. A menos que tengamos otro espantoso año como el 2009-2010, el de la larga sequía.

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La llegada de los aguaceros, acontecimiento que para los campesinos significa el comienzo de la fiesta de la producción, la bendición del rito planetario que ha de facilitar eso de producir siembras y cosechas (alimentos) por montones, para los habitantes de las grandes ciudades anuncia más bien algo de alarma, miedo e incomodidades.
La razón está a la vista y hay que decirla aunque a muchos citadinos les moleste: la lluvia causa estragos en las urbes porque éstas son la negación de la naturaleza, el desafío del capitalismo industrial a lo que antes era armonía con el hábitat original de todo bicho viviente. Al ser humano que vive respetando y aprovechando el curso de las aguas suele irle mejor que aquel que decidió someterlo a lo arrecho.
El hombre “civilizado” se ha apartado de la naturaleza con una violencia y una saña que tiene su origen y procedimientos en una lógica de guerra y por necesidades mercantiles de la guerra: si un maldito río se atraviesa en la ciudad que Dios y el capital me encomendaron construir aquí para hacinar esclavos y consumidores, pues que se joda el río. Cambie la palabra río por la expresión “indio de mierda” y verá que funciona, porque es la misma lógica: yo domino, tú obedeces o desapareces. Si la naturaleza (el indio de mierda) se opone, lucharemos contra ella (contra el indio de mierda) y haremos que nos obedezca. Eso que llaman proceso civilizatorio (más bien urbanizador) consiste, en el capítulo agua, en que yo me cago en el río que tengo más cerca para que mi propia mierda no me perturbe. Yo jodo al río y lo encajono en un cauce de cemento creyendo que con eso lo estoy dominando. Hasta que viene la mamá de todos los ríos, que es la lluvia, y me pasa factura. Y como no encuentro explicación ni respuestas a mi tragedia entonces culpo a Dios o al alcalde Jorge Rodríguez por no controlarme ese palo de agua, vengador del Guaire y sus quebradas tributarias.

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Por muy recios, pragmáticos o insensibles que seamos o queramos aparentar ser, esto de la lluvia nos afecta y nos conmueve de alguna forma. El campesino tiene a la mano y a la vista la explicación: llueve y es hora de sembrar, y en pocas semanas o meses veré el resultado de esta ceremonia.
En cambio el citadino, por mucho google que consulte, difícilmente dará con la explicación de la profunda melancolía, la rara ternura y la suspiradera que le produce la lluvia, a pesar de que ésta sólo le trae desgracias y calles que no lo dejan pasar porque los ríos son de basura y sustancias horribles. Pero así la sociedad industrial le haya hecho a usted eso (convertirlo en un ser desapegado de los elementos; de la piedra, la mata, la bestia y el agua que son sus hermanos) hay algo que no le ha podido borrar de los adentros, y es cierta información primitiva que viene en sus genes.
Urbano o campesino, vegano o cosmopolita, usted sigue siendo animal hecho de tierra y vendavales; por eso a los habitantes de la ciudad el coito que es la lluvia lo entristece, le remueve “cosas”, lo llama a la cama y al calor de esa otra piel a la que extraña. Cosa rara: así esa piel esté al lado usted seguirá poniéndose triste con la lluvia, y por eso el éxito de la clásica y millones de veces repetida escena del cine de todos los tiempos y latitudes: el personaje lloroso y fulminado por la melancolía mientras ve las gotas de agua resbalando por el vidrio, ese cristal coñoemadre que se interpone entre usted y el elemento que lo llama. Su cuerpo está triste porque, en lugar de estar metido en esa maldita oficina o ese maldito apartamento, usted debería estar en un lugar más silvestre, sembrando o revolcándose con alguien para darle continuidad al juego perpetuador de las especies, de la nuestra y la de otros seres vivos, compañeros de viaje planetario.
Sembrar y revolcarse con alguien en un lecho son una misma cosa. Sembrar: penetrar. Son actos que, si usted se lo propone, sirven para lo mismo: en la cama usted preña o se deja preñar; en el campo o el conuco usted mete las manos y la intención en el fornicio del agua con la semilla. La persona que siembra participa en un trío maravilloso, o al menos en una suerte de voyeurismo activo. En la cama y en el suelo jugamos a la peligrosa o sublime coreografía de la fertilidad.

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En estos días de recio temporal o sabrosita llovizna montañera he sembrado piña, plátano, yuca, frijoles, tomate, aromáticas varias; he puesto a germinar unos aguacates, lechosas, una guama, unos árboles de ben (moringa). No he tenido tiempo ni pretextos para ponerme nostálgico, ya que mi cuerpo y mi mente andan en esto.
Traducción y advertencia para mi chiquita: estoy sembrando, así que si vienes por ahí te germino, o lo intento.

viernes, 24 de enero de 2014

A seis años de la "Plaza del Combatiente Revolucionario", ahora Plaza Fabricio Ojeda


Desde ayer, una plaza de la parroquia 23 de Enero de Caracas, la que queda frente al Rincón del Taxista, lleva el nombre de Fabricio Ojeda.

A causa de un bache informativo y cierta desidia militante, atribuibles a quienes fuimos activistas de una cosa denominada Misión Boves, la mayoría de las personas olvidó o no se enteró de un dato: el 23 de enero de 2008, luego de una asamblea de ciudadanas y ciudadanos, militantes de varios colectivos derribamos y retiramos de esa plaza el busto del genocida Diego de Losada (hasta ese día la plaza llevaba su nombre) y en su lugar colocamos una plancha de granito y en ella una placa que homenajeaba a Sergio Rodríguez, emblema de la juventud combativa sacrificada en la Cuarta República.

La cosa comenzó con la observación simple del camarada Jesús Arteaga: "Hay una plaza y una estatua de Diego de Losada en el Veintitrés. Esa mierda no debería estar ahí, es una ofensa y una humillación histórica". Al día siguiente comenzamos a conspirar y organizar una acción para sacar ese esperpento de allí sin que pareciera un acto vandálico sin contenido político. La idea inicial era que todos los colectivos del 23 de Enero colocaran en esa plaza placas o íconos de sus militantes caídos y convertir la plaza en un paseo o caminería que honrara la memoria de tanto luchador social asesinado. No tuvimos músculo, convocatoria o capacidad militante para aglutinar a todas las voluntades que hacían falta para concretar ese proyecto.
Por cierto que el día y a la hora en que colocábamos la placa de granito develábamos la placa en honor a Sergio los alrededores se empezaron a llenar de policías y soldados. Fresco estaba el recuerdo de los compañeros a quienes encarcelaron por derribar la estatua de Colón en Plaza Venezuela. Nos dijimos entre nosotros: "Bueno hermano, aquí vienen los coñazos". Pero no era para coñacearnos o detenernos que estaban allí los uniformados: estaban allí para resguardarle el paso a alguien que cerca del mediodía pasó por allí, manejando su volkswagen rojo: el comandante Hugo Chávez. Andaba con su hija María Gabriela y no recuerdo con qué funcionario de su gobierno. Pasó para arriba rumbo al acto que presidió ese día en el Cuartel de La Montaña, a pocos metros de allí, y luego para abajo al terminar, rumbo a Miraflores. Lo saludamos, nos saludó: fogonazos que duraron uno o dos segundos.
Luego llevamos la estatua al Instituto del Patrimonio Cultural, para que no fueran a decir que la fundimos para venderla como metal de chatarra, que por cierto era lo que se merecía. La misma asamblea decidió bautizar el lugar como "Plaza del Combatiente Revolucionario".
Seis años después el Gobierno bolivariano rebautiza la plaza, ya formalmente, como "Fabricio Ojeda", cosa que nos parece justiciera. Esto fue lo que hicimos el 23 de enero de 2008 y días previos y posteriores:



sábado, 4 de enero de 2014

Cabañuelas: en Altamira lloverá en abril

Altamira de Cáceres
Hoy fui testigo de un acto mágico del saber ancestral de los pueblos de la tierra: una conversa entre campesinos (montañeses de Altamira de Cáceres) sobre las cabañuelas para este año.

El milenario arte de predecir cuán lluviosos serán los meses del año que comienza tiene muchas variantes en muchos países. Al pueblo judío se le atribuye su origen o al menos la etimología de la palabra que lo designa, pero el caso es que los campesinos de cada región del planeta han desarrollado varias formas distintas de determinar cuándo entrará la temporada de lluvia, qué meses serán secos, etcétera. Yo había oído de un juego de doce granos de sal que deben "leerse" el 31 de diciembre cerca de la medianoche. En la conversa de hoy, el señor Samuel hablaba de un método simple que se ha usado toda la vida en esa montaña, y su resultado parcial es este: abril será un mes lluvioso en el eje Altamira de Cáceres - Calderas, porque el día de hoy, 4 de enero, corresponde en las predicciones al mes 4.
La cosa va así: como los días 1, 2 y 3 de enero no llovió, enero, febrero y marzo serán meses secos en esa región. Mañana, 5 de enero, nos enteraremos de lo que ocurrirá con el clima en mayo; el 6 sabremos si caerá agua en junio, y así hasta llegar al día 12 correspondiente a diciembre y se complete el ciclo de la predicción.
A cualquier habitante de las ciudades esto puede parecerle una pendejada mitad esotérica y mitad chiflada, pero váyanlo sabiendo: a estas predicciones de los campesinos dedicados a la siembra les debemos buena parte del alimento que se consumen en las ciudades. En mi caso personal he decidido entonces estar alerta: ya sé que el café que me he propuesto sembrar en esa zona debe estar en su lugar en el mes de abril, pues es el mes de la entrada de agua. Me lo dijeron hoy las cabañuelas, y ese saber está por encima de lo que diga cualquier cabeza e machete académico, meteorólogo o como se llamen esos tipos que estafan a la gente pretendiendo que les paremos más bolas a los satélites que a los campesinos.
Leer mal las cabañuelas, o no leerlas, puede derivar en un desastre pues las cosechas pueden perderse si se siembra o se recoge a destiempo. Hay que ser campesino para tener la exacta medida del comportamiento de las precipitaciones. A quienes nos dedicamos a consumir lo que otros siembran nos da igual qué mierda va a ocurrir en mayo con las lluvias: si se pierden las cosechas de café, maíz o papas no hay problema: el Gobierno traerá esos rubros importados de otros países. Pero para la gente que vive de la tierra y que, por lo tanto, ha adaptado los ritmos vitales de su vida a los ciclos de los elementos, una equivocación puede derivar en pequeña desgracia familiar.