viernes, 27 de diciembre de 2013

El turismo depredador y la destrucción del país

Se ha convertido en viral el fragmento de un programa de televisión en el que Valentina Quintero echa unas lágrimas hablando de lo jodida que encuentra a Venezuela. Esta periodista, que se ha hecho famosa (y se ha llenado de billetes) promocionando las posadas que la alojan y los comederos que le dan de comer en toda Venezuela, se refiere allí a la destrucción física y espiritual de un país que dice y cree conocer muy bien porque se ha dedicado a recorrerlo:


Tiene razón Valentina en buena parte de su diagnóstico, pero se equivoca al detectar el origen del desmadre. Ella es como el médico que te dice al revisarte: "Usted tiene gripe", y está en lo correcto. Pero acto seguido sentencia: "Y esa gripe le dio por comer espaguetis". No me refiero a algo que está de anteojito: como todo escuálido que se precie (o se desprecie) no aguanta las ganas de echarle al gobierno un tolete de la culpa por el deterioro de lo que sea; en este caso se refiere la periodista viajera al caso del contrabando de gasolina y el de la gente que va al exterior a buscar su cupo Cadivi y regresa al país a vender los dólares 10 veces más caros que como los compró. Pero como el antichavista promedio está entrenado para escuchar que alguien diga "Gobierno" y acto seguido volcar toda la catarata de mierda previa y posterior sobre el objeto de su odio, entonces tenemos que hay un gentío, que cree que sabe lo que dijo Valentina, regando por ahí que el turismo en Venezuela se jodió por culpa de los gobiernos de Chávez y de Nicolás Maduro... y del pueblo venezolano (que se empeña en ser chavista).
A ver qué es lo que tenemos.
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Valentina se diferencia de la enorme mayoría de sus compañeros de clase sifrina en que ella, al menos, ha recorrido el país del que decidió ponerse a hablar en términos adoloridos. Esto es innegable: esa mujer cogió carretera hace más de dos décadas y prácticamente no ha parado (¿cómo va a parar si eso le ha proporcionado tanta plata?), y en eso se diferencia de la legión de imbéciles que creen que conocen ¡y quieren! a Venezuela sin haber salido de su maldita urbanización, como no sea para visitar un par de playas, media montaña y la décima parte de algún pueblo llanero.
A mí me consta que ella conoce la geografía venezolana y buena parte de su paisaje humano, y que tiene buenos motivos para tenerle afecto. Lo sé porque alguna vez compartí y conversé con ella sobre el par de cosas que tenemos en común (la carretera y la escritura) y porque en este video da una clave importantísima, y por cierto bastante hermosa, sobre lo que es y lo que debería ser el conocer al país: Valentina dice, en algún momento de su discurso, que para poder conectarse con la Venezuela profunda es preciso conversar con la gente, detenerse a dedicarle tiempo al contacto humano, a la conversa, al conocer a las personas y no sólo al puto paisaje. Usted nunca va a conocer a Venezuela si se limita a viajar a 180 por hora por una autopista y a echarle fotos a unos tepuyes, a unas playas y a unos niños con los cachetes rosados. Venezuela es mucho más que una locación para caerse a fotos. Y mucho más que un escenario donde usted va a echar basura en forma de bolsas plásticas, en forma de maltrato y desprecio a la gente, y en forma de ruido.
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El rosario de inexactitudes de Valentina y de su clase social deriva del hecho de creer que es posible una práctica consumista y depredadora (eso que llaman "turismo") y sin embargo tener un país limpio y cordial. Lo que nuestras sociedades conocen como "turismo" es un acto vejatorio y depredador; vejatorio, porque el burgués o caricatura de burgués pretende que a cambio de su dinero los habitantes de un pueblo tienen que tratarlo a cuerpo de rey. Usted paga y los lugareños se convierten en sus esclavos: tienen que cocinarle, prepararle y mantenerle limpia una habitación, botarle la basura, darle seguridad. Cuando usted llega a un pueblo e informa que está dispuesto a dejar unos billetes piensa que los habitantes de ese pueblo tienen que someterse a su voluntad: me limpias aquí, me sacas a pasear, te calas mi música estridente, te me pones en cuatro, me lo mamas, me botas la basura y más te vale que esto esté limpio, bonito y la gente me reciba con una sonrisa la próxima vez que yo venga, porque si no hago un video donde digo que eres un pueblo de mierda.

Hace unos pocos años le oí decir a una señora francesa algo que quiso ser ofensivo, pero que me dio una clave fundamental para comprender qué cosa es lo que pasa por la mente del depredador y por la mente del depredado en esta relación perversa llamada "turismo". Dijo la mujer que Venezuela es un fracaso como destino turístico porque "No hay vocación de servicio". Se refería la doña específicamente al trato "inapropiado" que le dieron en un comedero en la costa del estado Sucre. La mujer leyó la carta y decidió pedir un mero (que costaba 180 bolos). Pues llegó el mesonero, un cumanés jodedor y confianzúo como todos los cumaneses humildes, caribe hasta las metras, y le dijo, después de golpetearle dos veces el hombro con el dorso de los dedos y acercársele a 20 centímetros de su blonda cabellera europea: "¡Muchiachia! ¿Por qué mejor no te comes un pargo, que es más sabroso y te cuesta 80 bolos? Además ese mero tiene como tres días en una nevera". Esta escena de espanto hizo que la francesa volara aterrada a decirles a sus compatriotas que el turismo en Venezuela es una mierda, y que nosotros necesitábamos E-DU-CA-CIÓN.
Es decir: si usted quiere satisfacer a un europeo (o a un burgués venezolano que se cree europeo) tiene que abstenerse de ser como es y comportarse conforme a unas normas, una etiqueta, un estudiado amaneramiento y una falsa amabilidad. Para los ricos y la clase media respeto significa buenos modales.
Me vienen a la mente los mexicanos, que sí tienen vocación de servicio: un mesonero mexicano te dice "Mande, patroncito" cada vez que levantas el dedo y tiene prohibido alzar los ojos del piso o de la mesa. Para los europeos un país exitoso es uno donde el verbo servir se parece tanto al adjetivo servil.
Por lo demás, cuando sólo las clases altas viajaban, el turismo era para éstas una delicia: había un país casi virgen, entregado a ellas; ahora que ha crecido la población, que la industria automotriz llenó de vehículos las carreteras y que la capacidad adquisitiva es alta, los lugares que eran más o menos recónditos se han llenado de gente con el chip consumista a toda mecha. Y donde hay consumismo hay basura; y donde hay basura y consumismo la tradicional serenidad de las culturas que vivían de sus oficios se convierte en impuesta velocidad: ya no hay que preparar media docena de sopas de pescao al día sino 600. Cuando una comunidad ya no cocina para alimentarse y obsequiar al viajero ocasional sino para vender y vender y vender y vender y vender su patrimonio culinario se deteriora y lo mismo le pasa al resto de su cultura. Porque cuando se torna imposible cocinar con cariño ya el cariño desaparece de todo lo demás: del trato, del resultado de la cocina, de la calidad de los recuerdos que te quedan de la experiencia.
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Por supuesto que de un tiempo para acá la hospitalidad natural de muchos pueblos de Venezuela se ha ido trastornando, pervirtiendo y luego extiguiendo a causa del mal mayor, el origen del desperfecto que Valentina desconoce o que no quiere ver: la dinámica que hizo del viajar un asunto mercantil. Nada puede darse hermoso, amistoso ni natural si su motor principal y razón de ser es el dinero. Usted no puede querer a Venezuela si la recorre exigiendo atención y servicios a cambio de sus billetes, de la misma manera que nunca obtendrá un amor limpio de una persona si le paga para que lo ame. "Te doy 500 si me acaricias y me dices: mande, patroncito": así no puede construirse una relación sana, ni entre las personas ni entre los pueblos.
Después de décadas de recibir a turistas ricos y de clase media que volvieron mierda infraestructura y relaciones a cambio de plata, los pueblos anfitriones copiaron la conducta y ahora están cobrando por el atropello. El turista robó, vejó y sometió a los pueblos porque tenía plata; ahora se queja cuando es vejado y estafado en los pueblos, en los que ya no abundan el desprendimiento y la entrega de antes. Todavía quedan lugares donde te ofrecen el plato de comida y la hamaca a cambio de nada, pero si llegas con la actitud del turista clásico, que paga para que le sirvan, la respuesta siempre será cobrarte con sobreprecio, y esa actitud puede que no sea correcta pero es justa: la especulación del vendedor de empanadas contra el burro engreído que quiere que le lengüetees los zapatos porque él te está pagando es un acto de justicia. De amarga justicia. El mesonero cumanés haría bien en servirles a las próximas francesas o turistas afrancesadas el pescado más chimbo y cobrárselo como si fuera mero (total, los burgueses que dicen o creen tener el paladar muy bien entrenado no saben distinguir entre un mero y un bagre). ¿Quedamos en que para los ricos y la clase media eso de respeto significa buenos modales? Entonces dígale buenos días y róbelo amable y respetuosamente (con modales refinados y distancia y categoría con los señores). Se lo van a agradecer toda la vida.
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¿Basura? La pulcritud de los lugares más hermosos de Venezuela se jodió porque, mientras al ciudadano lo ametrallan diciéndole que no arroje basura a la playa sino que la eche en bolsas plásticas, no termina de aflorar la voz que le grite en la oreja que las bolsas plásticas también son basura, y que una vez producida esa mierda no hay forma de esconderla
Valentina enumera, entre los males que ensombrecen el turismo, el estado de las carreteras del país. Es cierto que hay muchas carreteras jodidas, en efecto, pero esto no califica como problema mayor: si usted al viajar lleva en la mente la compra del cariño de los demás ya ese viaje es perverso, se desplace por una superautopista lisita o por una exposición de cráteres. El problema no está en el camino sino en lo que lleva en la cabeza el caminante.
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El metamensaje del discurso de Valentina dice: "Los venezolanos no queremos a nuestro país". La verdad es: "La clase media y los ricos, que son quienes han viajado y deteriorado al país, no quieren a Venezuela". El odio y la destrucción del país la diseñó y perpetró en primer término una clase social, que fue la clase dominante: la burguesía que para financiar su ascenso debió depredar y destruir la naturaleza y el precario tejido social venezolano durante el siglo pasado. Cierto es que los pobres nos aplicamos también a profundizar esa destrucción que es la nuestra, pero el origen de la hecatombe es claro: el capitalismo industrial llevó a cabo en el siglo XX una dantesca empresa de fomento y/o profundización del odio entre los pueblos, y esa es la razón por la que todas las regiones sienten prejuicios y odios insólitos e irracionales por las otras: nos inculcaron la idea de que los orientales son borrachos, los maracuchos pendencieros y gritones, los andinos (gochos) brutos, los caraqueños sifrinos, los llaneros flojos, los corianos asesinos, los valencianos maricones. Y nosotros, que en realidad somos jodedores, hemos hecho de este monstruoso paquete ideológico un chiste, no sé si para nuestra desgracia o para nuestra salvación. Pero el proceso de dividirnos como pueblo se ejecutó y las consecuencias están allí, visibles y dolorosas.
¿Queda algo de Venezuela después del festín? Sí: Venezuela está en esos pueblos que usted, sifrino y coñoemadre con plata, destruyó sistemáticamente. Esos pueblos están llenos de venezolanos pobres. Ningún lanchero o pescador de Mochima puede decir que un andino del páramo de La Culata le destruyó un pedazo de playa. No: la playa la destruyeron los ricos, los sifrinos y los malandros con plata mientras el andino soportaba también la destrucción de su páramo. Y la destrucción es no sólo de la infraestructura y el paisaje sino de los hábitos y costumbres, porque cuando un lanchero de Morrocoy arroja botellas de cerveza y envases de aceite al mar más hermoso del Caribe no está sino imitando al citadino depredador y engreído que vino a "enseñarlo" a comportarse como un patán de película gringa, como un hijo de la gran puta que desprecia a la naturaleza y por eso la atormenta con sus equipos de sonido y sus desechos.
Detrás de este escenario de descomposición, que cualquiera diagnosticaría como descomposición de la ciudadanía (caso Valentina Quintero) se esconde el gran culpable que es la industria que produce basura y pretende que los ciudadanos se la limpiemos y ocultemos. Al respecto, hace unos pocos años hice estos videos allá cerca de la entrada de Mochima: la empresa más contaminante de la zona (Cemex) regañando mediante pancartas a los turistas para que no boten chicles, botellas ni pilas en la playa. Uy, qué preocupada la cementera por la contaminación:



Eso fue lo que nos dejaron como país: un escenario donde ser amable y cordial es ser güevón, y donde hay que joder al otro para poder calificar como gente exitosa.
Pero no es que los venezolanos no amemos a Venezuela: es que unos venezolanos viajeros dejaron una estela de destrucción a su paso y le destrozaron pueblos, culturas y afectos a otros venezolanos.
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¿Tiene solución esta enfermedad social? La tiene: pasa por que los venezolanos pobres nos planteemos la tarea de ir a conocernos como venezolanos. No a punta de billete sino de afecto: viajar para conocer a la gente, que es la única forma de conocernos como país. Dialogar, compartir y participar en lo que sea preciso participar, no como turista que paga por ser servido sino como gente que va dispuesta a enseñar y a aprender oficios; a compartir saberes e ignorares, o aunque sea información sobre nuestros pueblos y nuestros seres humanos.

martes, 26 de noviembre de 2013

El miedo

Un caimán en el hato El Cedral
Hace tres años años iba caminando por el hato El Frío (o hato Marisela), en el estado Apure; me acompañaban unos trabajadores del hato. Era la primera vez que iba, así que no tenía forma de saber que en una pequeña laguna en el borde de un camino cualquiera, una vía de tierra que comunica el comedor con el área de dormitorios, vive una caimana respetable, de unos 3 metros de largo. Cuando pasaba al lado de la laguna uno de los jodedores lanzó una piedra en el agua y la caimana salió de pronto, violenta, con la boca abierta. No había peligro real en ese momento (yo estaría a unos 8 metros de la orilla) pero lo más grande que uno suele ver salir del agua en las ciudades son cucarachas, sapos y tal vez una rata perdida que huye, no un aparato lleno de dientes que te informa su arrechera porque le estás invadiendo el territorio. Así que pegué el brinco de ley, traté de burlarme de mi propio susto, me calé las carcajadas de los peones. La vida continuó normalmente. Bueno, normalmente, sólo un rato más.

Una hora después comencé a sentir escalofríos y un dolor de cabeza. Y un motorcito del coño ronroneándome en los oídos. Era como una de mis adorables migrañas, pero con un componente extra que no lograba identificar. Hasta que comencé a sentir un hormigueo en las manos y se me dispararon las alarmas: esos eran los síntomas que me habían descrito algunos amigos hipertensos. Les pedí a unos compañeros que me llevaran a algún ambulatorio o centro de salud cercano; había que ir a Mantecal, a 45 minutos. El médico cubano me informó que tenía la tensión en 145-100, y que eso se llamaba hipertensión arterial.
Resumen del chiste del mes entre mis panas: quien inauguró el CDI de Mantecal fue un caraqueño asustao.

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Y sí, esa ha sido la vez que he sentido más miedo en mi vida. No me lo dicen los recuerdos: me lo dijo el cuerpo al manifestársele un episodio que nunca en más de 40 años había padecido.
Una cosa es asustarse porque se está a punto de sufrir un accidente, o porque un tipo te pone una pistola en la cabeza; una cosa es el susto enorme, el terror y el pánico de que a alguien querido le esté ocurriendo algo grave; el temor cotidiano de no poder llegar a tiempo o la angustia por las deudas; los temores a veces infundados (y a veces no) a la oscuridad, a las alturas, a la violencia, a las pérdidas. Pero otra cosa distinta es ese terror profundo que no viene de la conciencia, del saber que algo anda mal, sino de los adentros, del instinto, de algo más íntimo y primitivo que todo lo que podamos describir con palabras, y es la presencia de un depredador natural. No hay miedo más profundo, más primario y más fulminante que ese.
La naturaleza diseñó de tal forma el sistema de relaciones entre los seres vivos que, cuando aparece el animal cuya misión es destruir a otro más débil, éste se paraliza o huye, nunca se queda imperturbable. Cuando se encuentran esos dos seres uno siente fruición y el otro siente pavor. Esta "información" tiene millones de años poblando la tierra y nuestro cuerpo es depositario de ella. El ser humano, animal desvalido que teme ser herido incluso por otros de menor tamaño o dotación, ha construido lo que ha construido debido al miedo profundo a la naturaleza; el absurdo proceso civilizatorio exacerbado en el capitalismo ha tenido por objeto suprimir toda referencia a esa naturaleza llena de peligros. El reino vegetal y el animal nos parecen sucios, amenazantes y despreciables, por eso nos construimos nuestra peculiar jungla llamada ciudad. Logramos mantener a raya a los depredadores naturales (del conocido enunciado que nos recuerda que somos autodepredadores hablamos después) pero el miedo está aquí. Es decir, adonde vayamos.

Tres años más tarde
(como en las películas...)

“Agárralo por el pescuezo con la mano derecha”, me dijo Carlos Chávez; yo acaté la instrucción. “Con la izquierda lo agarras por aquí”, me dijo; lo tomé por la zona del cuerpo donde se junta la cola con las patas traseras. El caimán (¿caimán o cocodrilo?, más abajo explicaremos esto), un joven de 90 centímetros de largo, ejecutó un movimiento reptante y casi se me sale de las manos. Los entendidos comenzaron a darme indicaciones contradictorias: Agárralo duro. No lo estrangules. Que no se te salga. No lo lastimes. La compacta masa de músculos decidió reservar para otro momento la exhibición de su potencia y pude entonces cargarlo sin ayuda, rumbo hacia el lugar donde debía soltarlo, una ensenada del caño Guaritico dentro del hato San Francisco,en Apure.
Era uno de los 45 ejemplares jóvenes de Caimán del Orinoco que estaba liberando ese día, 24 de noviembre, el ministerio del Ambiente, en el marco de un programa que busca repoblar las zonas donde este animal abundaba, y que hoy está amenazado de extinción. Había otras personas con su respectivo caimán en las manos; yo tuve unos pocos minutos para observar el mío (nótese la violenta idea de poder, propiedad y apropiación: lo tengo agarrado por el pescuezo, así que ya es mío). Animal poderoso, una de las máquinas de triturar más antiguas y perfectas de la naturaleza, ahora estaba inmovilizado por un bicho que en otras circunstancias vendría a ser su desayuno.


Tenía el hocico cerrado por un teipe, un triste teipe negro. Es fácil evitar que la boca de un caimán (¿o cocodrilo?) se abra, ya que los músculos que ejecutan esa función son débiles, y tan relajados como para permitir esos largos bostezos de horas; el problema es cuando esa boca se abre y decide cerrarse sobre una presa o enemigo. No hay un animal sobre el planeta con una mordida más fuerte que la de los cocodrilos y caimanes. Olvídense de leones, osos, hipopótamos o monstruos marinos: los primos adultos de este caimán (los de agua salada) ejercen una presión de más de 250 atmósferas o 1.700 newtons , lo que equivale a decir que, por cada centímetro cuadrado de carne que estos camaradas muerden, cae un peso de 270 kilos. No es que si un caimán le agarra un brazo éste va a soportar 270 kilos de dientes y jalones, no: esa presión recaerá en cada centímetro de la zona mordida. Digamos que usted pone un clavo o espina gruesa y afilada en el piso, con la punta hacia arriba, y encima coloca la uña del dedo meñique (que mide más o menos un centímetro cúbico). Encima de la uña coloca una tabla o plataforma, y encima de esta tabla se paran al mismo tiempo tres personas gordas de 90 kilos cada una: esa es la presión que ejerce un caimán adulto por cada centímetro cuadrado al morder. Si los caimanes le hubiesen descubierto algún valor gastronómico al hierro las cabillas de construcción se partirían en sus fauces como en nuestras miserables bocas se parten las paletas de helados.

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“Estos son animales rezagados, aquí los llamamos sutes”, dice Carlos Chávez. “Nacieron en mayo de 2012 y no habían alcanzado la talla en julio de 2013, cuando liberamos a los primeros 60 de esta camada. En estos meses los alimentamos dos veces por semana y les dimos complementos vitamínicos, y ahora miden entre 85 y 115 centímetros”. Chávez es el funcionario del Ministerio del Ambiente encargado del proyecto de conservación del Caimán del Orinoco o Cocodrilo Intermedio.
Estrictamente hablando, un tecnicismo que los biólogos sabrán explicar obliga a considerarlo como una de las 23 especies de cocodrilos existentes en todo el planeta; 5 de ellas se encuentran en Venezuela. Pero acá se operó un triunfo del habla popular sobre la terminología científica, pues luego de varios siglos de oír a los habitantes del llano hablar del “caimán” en conversaciones cotidianas, en cuentos y leyendas, la convención académica y científica ha terminado por aceptar, sin escandalizarse, la denominación Caimán del Orinoco para este enorme reptil.
Estos que fueron liberados en una ensenada del caño Guaritico, en predios del hato San Francisco (municipio Muñoz del estado Apure) provienen de un zoocriadero ubicado en Puerto Miranda (Camaguán, Guárico) donde se encuentran 11 machos y 12 hembras reproductores, cuyos huevos son incubados artificialmente y sus crías liberadas en distintos puntos de la cuenca del Orinoco, su hábitat original.

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Las razones por las que el Caimán del Orinoco comenzó a escasear hasta casi extinguirse fueron, sucesivamente, el miedo y la codicia. En la Venezuela preindustrial, al llanero que transitaba por esas sabanas no tenía por qué caerle simpática la presencia de un animal de seis metros de largo y una fiereza comprobada. El dato del miedo estaba en su cuerpo, en la sabana era frecuente la vieja danza del depredador y su presa, y la del hombre que para probar su virilidad se sentía obligado a enfrentar al matador. Toparse con un animal de esas características, huir de él o darle muerte para comer (y también para exhibir su piel como trofeo) era un asunto inherente a la cultura de esas zonas, pero no era una práctica masiva ni descontrolada; nunca el caimán iba a exterminar a los seres humanos ni éstos al caimán. Se trataba de una tensión que no era de guerra sino una lógica de coexistencia.
Esa relación humano-caimán se pervirtió por las mismas razones que han pervertido a casi todas las manifestaciones autóctonas en cualquier parte del mundo: el ingreso del capitalismo industrial, la explotación masiva y el comercio de pieles hicieron disminuir la población de caimanes en cuatro décadas del siglo 20. De pronto, encontrarse con un caimán dejó de ser un episodio fortuito que ponía a prueba la valentía del veguero y pasó a ser una actividad comercial más, un negocio: ahora el caimán se escondía y el mercader iba con sus baquianos a asesinarlos en masa.
“Quien quiera saber a dónde fueron a parar esas decenas de miles de caimanes exterminados vaya a los países europeos y a Estados Unidos. Ahí están, convertidos en carteras y objetos para disfrute de la burguesía”, reflexiona Miguel Rodríguez, ministro del Ambiente. “Cuando uno habla del tema del Caimán del Orinoco se da cuenta de que no fue ociosa ni caprichosa la formulación del comandante Chávez del Quinto Objetivo del Plan de la Patria. Antes de ser redactado este plan ya el comandante hablaba en términos de mucho afecto del Patrullero, ese caimán legendario de 20 metros que los llaneros de Elorza han convertido en patrimonio cultural inasible. Chávez no se refería a esa fiera en términos de odio al monstruo sino de remembranza tierna, y esa fue una base muy sólida para después proponer como objetivo importante dar pasos para la defensa de la vida en el planeta”.
Pero el Patrullero es también producto del miedo. A los grandes caimanes suelen quedárseles en el lomo, cuando salen del agua, matas de bora y otras plantas acuáticas. El colosal cocodrilo del imaginario llanero tiene en el lomo, no unas matas de bora sino una palmera.
Así que ese día unos pocos privilegiados nos disponíamos a echar al agua 45 caimanes. La incomodidad inicial se me fue quitando poco a poco al ver que, a mi lado, había otras personas con la misma actitud de crispación que yo. A pesar de la nobleza del acto eso que se veía en el rostro de todos también se llama miedo.
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Miré a mi caimancito, al que uno de los compañeros le había quitado el teipe de la boca. Justo en ese momento, cuando ya faltaban unos segundos para su liberación, el caimancito se orinó. Corrijo: me orinó. El líquido caliente me bañó la mano y parte del pantalón. Después de todo el ser humano es el mayor depredador de la historia, y ese pobre animal tenía muchas razones para sentir miedo también. Al lado del dato ancestral de su enorme poder viaja con sus genes el reconocimiento de la bestia que lo exterminó metódicamente, por miedo y por dinero, en el último siglo.
Hay en estas iniciativas algo de reconocimiento entre depredadores, un acuerdo tácito y sin palabras; a estos caimanes los estresamos y asustamos un rato y luego les regalamos su caño y su sabana, su libertad. Nos corresponde hacerlo, se lo debemos. Porque al final, poniéndonos a observar las cosas con serenidad, resulta que los animales y nosotros somos la misma gente, estamos hechos de la misma materia. La naturaleza toma unos materiales, los mismos para nosotros y para ellos, y los procesa a nivel molecular de manera distinta; de una combinación salen caimanes, de otra combinación nacemos los seres humanos. El orden de los factores altera el producto, pero lo cierto es que estamos fabricados con las mismas cosas, así que todos esos seres: insectos, cuadrúpedos, aves, bípedos, magallaneros, reptiles, escualos, escuálidos, peces; depredadores y mansos, cantarinos y violentos, todos esos bichos son hermanos nuestros. Hermosa o fatalmente, estamos todos aquí y ellos son de los nuestros.
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Me acerqué a la orilla del caño, lo lancé como me indicaron hacia el agua liberadora, y el bichito se echó a nadar.
En un segundo me salió del cerebro otra información, seguramente obtenida de algún programa de National Geographic: los jugos gástricos de los caimanes y cocodrilos son tan devastadores que ninguna bacteria puede sobrevivir en su estómago. Los grandes animales que padecen el verano africano a veces son azotados por epidemias de cólera y mueren por docenas. Ningún animal carroñero come de esa carne envenenada; los cocodrilos, armados con un coctel disolvente perfeccionado por millones de años de evolución devoran esos cadáveres sin problema; lo que se le salva al artefacto de su boca pletórica de colmillos y fuerza inaudita sucumbe en el estómago lleno de los ácidos más corrosivos del reino animal.

Me olí la mano orinada: no olía a nada. Se lo comenté a Jesús Ernesto, a quien su caimán le había defecado la camisa, y quien tenía una explicación al respecto:

--Esos animales comen más limpio que nosotros. Su orina no puede oler mal, no es tóxica: ellos no andan bebiendo cocacola ni comiendo mayonesa.
--Sí, güevón. Los gatos tampoco comen mayonesa y el miao de gato huele más mal que el coño.

APÉNDICE----------------------------

José Ramos trabaja en el zoocriadero de Puerto Miranda. Es el encargado de alimentar a los caimanes en cautiverio desde hace 17 años. Discreto y cauteloso como todo llanero (“¿Son peligrosos los caimanes? –Sí, peligrosos son. “¿Pero no recuerda ningún accidente, alguien que haya sido herido por descuido?” –No, no me acuerdo de nada de eso) a medida que se relaja y toma confianza va revelando detalles del trato con los caimanes.
–Les ponemos nombres a las hembras para controlar mejor los nidos y el número de nacimientos. Las caimanas se llaman Elena, Julia, Panchita, Paquita, Petra, Josefina. La Negra Rosa tiene un récord: uno de estos años puso 51 huevos y nacieron 50 caimanes. Me acuerdo también de Carmen, murió por una pelea con otras caimanas cuidando su territorio.
Las hembras ponen sus huevos entre febrero y marzo, los criadores toman los huevos y los ponen a incubar durante 3 meses.

Los machos también han sido “bautizados”: Perucho, el Catire Páez, Siete Machos, Pedrito, Pepe, Juancho, Pancho, Francisco. Negrín es el caimán más viejo: tiene 40 años y mide más de 5 metros. 

lunes, 11 de noviembre de 2013

El pobre flaco agüevoniao

Una versión recortada fue publicada en Épale Ccs Nro.55: http://www.ciudadccs.info/?p=499139



Era febrero de 1989 y los adecos estaban contentos porque Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia de la República. Felices y en clave de fiesta, organizaron un concierto gratuito en el Nuevo Circo de Caracas, como gratitud al pueblo que eligió por segunda vez a ese coñoemadre. Anunciaron a un montón de cantantes y grupos nacionales y extranjeros, exponentes de varios géneros musicales, algunos de ellos de mucho renombre. Por ejemplo, el “Manos Duras” Ray Barretto. Yo en ese tiempo andaba embullado con la salsa y el jazz latino y nunca había visto tocar a ese tipo en vivo, así que no quería perdérmelo. Me junté con varios locos del 23 de Enero y me fui para el venerable lugar.

El grueso del público era de San Agustín del Sur, así que obviamente la mayoría iba a ver también al rey de las tumbadoras. Cantaron los teloneros (creo recordar que se presentaron Soledad Bravo y el grupo Madera, entre otros). Era temprano en la noche cuando se subió el legendario salsero. El Nuevo Circo se convirtió en fiera atronadora. Primera canción: una versión de “Si me voy para mi islita”:


Pero con la letra amoldada a las circunstancias: “YO ME VOY PA VENEZUELA”.

El sonido estaba perfecto; yo estaba en la tercera o cuarta línea de gente, abajo en la olla, cerquita de la tarima.
Segunda canción: Indestructible. Tercera canción: Cocinando. Terminada esta pieza el hombre se paró, levantó una mano, dijo “Chao” en castellano neoyorkino y desapareció junto con los músicos. Yo no entendía muy bien qué cosa era esa de “coitus interruptus” hasta ese momento. La gente empezó a pedir otra, otra, otra, por supuesto. Pasaron unos segundos. Luego unos minutos. Y la gente se empezó a arrechar. Poco después se arrechó por completo. Y empezó la botellamentazón y se formó el tumulto. Eran los salseros indignados porque Barretto los despachó con tres piezas apenas.
Transcurridos unos instantes más, para terminar de cagar la jaula, salió a la tarima un flaco esmirriado, pálido, drogado hasta las metras, más devastado por la sífilis que por el hambre. Agarró el micrófono y dijo: “Buenas noches. Me disculpan, pero es que ahora me toca cantar a mí”. Ahí sí fue que la gente estalló en serio: era un maldito rockero profanando un templo de la salsa. Pocas semanas después de ese evento estallaba el Sacudón; creo que éste hubiera sido más violento si no se hubiera producido antes este drenaje de energía. Esa noche hubo en el Nuevo Circo un ensayo del Caracazo.
El flaco agüevoniao esquivó unos botellazos y pedradas, con una mano en la melena desordenada y con la otra tapándose la luz de un reflector que lo encandilaba a pesar de los lentes oscuros. En un reflujo de la marejada furiosa alcanzó a decir: “Bueno, vamos a hacer algo: desahóguense ahí mientras yo acomodo a los músicos, y ustedes me avisan cuando pueda empezar”. Increíblemente, la gente se calmó. Increíblemente también, la banda del pedazo de flaco empezó a tocar. E increíblemente, la gente aplaudió y se puso a corear lo que cantaba el tipo, una canción que decía: “EN ESTA PUTA CIUDAD”.
A mí no me gustan las canciones de Fito Páez, pero esa noche empecé a respetar a ese valiente flaco agüevoniao, y empecé a escuchar con más atención a los clásicos del género.

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Vainas de la memoria: acabo de encontrar (horas después de publicada esta crónica) un video del inicio de ese concierto, y resulta que no fue en febrero 1989 sino en diciembre de 1988, días después de las elecciones que ganó CAP. Igual, así cantó el flaco agüevoniao:

Algunos tips para entender esta fase de la guerra en y contra Venezuela

En Venezuela hay una guerra declarada entre el fascismo empresarial y el Gobierno de Nicolás Maduro. El Gobierno de Nicolás Maduro conserva en lo esencial la vocación antiimperialista y de corte social del gobierno de Hugo Chávez Frías, así que el pueblo chavista debe asumir que esta guerra es contra nosotros, los chavistas, y contra la Venezuela que se quiere soberana.
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Nosotros, pueblo de a pie, sin altas responsabilidades ni intereses en ninguno de los dos bandos, debemos: A) tomar partido por alguno de esos factores; estos tips van dirigidos a quienes toman partido por el factor Gobierno Bolivariano; B) ir creando las condiciones y la estructura que nos convierta en el futuro (tal vez un futuro todavía lejano) en pueblo organizado al margen de los dos factores. Esto no choca con el Gobierno nacional porque la construcción del Estado Comunal (propuesta fundamental del chavismo) nos abre las puertas para que funcionemos como conglomerado de gobiernos locales.
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Lo que aquí llamamos el enemigo, fascismo empresarial o poder económico es la estructura de dominación más perfectamente engrasada de la historia humana. Dentro de esa estructura hay un montón de factores que le dan movilidad y penetración universal; un tejido social complejo, unas instituciones, corporaciones y vocerías, que van desde las grandes empresas transnacionales hasta el estúpido a quien le pagan por echar discursos antichavistas y proempresariales en el metro, y al otro estúpido que lo hace gratis sin darse cuenta de que también le colabora al fascismo.
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El enemigo es una construcción mucho más poderosa, macabra, perversa y eficiente en la conspiración que el enemigo al que nos acostumbramos a enfrentar, y al que nos acostumbramos también a llamar "los adecos". Lo que representan los grupos económicos detrás de Primero Justicia y Voluntad Popular (partidos neonazis proempresariales por excelencia) es mucho más peligroso y tóxico que los factores más visibles de la llamada "Cuarta República". Esos grupos tienen historia, tienen siglos de maceración, tienen el apoyo de las hegemonías más poderosas del mundo. Al lado de ellos, los adecos son unos simples payasos que a veces les son útiles y a veces inútiles a esos enemigos inmensos.
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El Gobierno (el de Maduro y antes el o los de Chávez) hicieron lo correcto cuando negociaron con el enemigo, es decir, con el poder empresarial que quiere derrocarlo. Las sucesivas reuniones con Mendoza y Cisneros eran procedentes, inteligentes, necesarias, y además provechosas para nosotros, los ciudadanos de a pie. ¿Por qué? Porque en toda guerra los ciudadanos comunes llevamos la peor parte, así que es bueno que los factores en pugna (Estado y fascismo empresarial) conversen y traten de resolverlo todo por las buenas. Agotado el recurso de la negociación y el acuerdo toca entonces arremeter contra el enemigo. Eso es lo que está haciendo ahora el Gobierno nacional.
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Amarrarles las agallas a los empresarios y comerciantes y ponerle límite a su hambre de enriquecimiento es una acción justiciera y necesaria. Es un acto de guerra. Hay que contentarse, sí, pero no echarse en la hamaca a pensar que con esto derrotaremos al poder económico: ese acto de guerra es la respuesta a uno anterior y será respondido con otro. Es la lógica de la guerra: ellos disparan, nosotros disparamos; ellos tienen bajas, nosotros también.
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Es ingenuo y estúpido pensar que los especuladores y acaparadores recibirán esta bofetada del Gobierno con esta actitud: "Oh, qué fuerte me han pegado, yo mejor acato las leyes, me vuelvo chavista y me dedico a construir el socialismo". No seas güevón, camarada: esta coñaza seguirá y será dura. El enemigo no es cobarde ni débil, es un poder gigantesco cuyo sustrato no es Daka ni Pablo Electrónica: es un enemigo poderoso, insolente y coñoemadre que ya se llevó en los cachos a muchos países y que viene por el nuestro.
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Ya estamos oyendo decir al antichavismo: "A los empresarios no hay que estrangularlos sino estimularlos para que aumente la producción". Esa premisa podía interpretarse como lógica (no correcta pero sí lógica) en los países donde los empresarios no han declarado que quieren derrocar al Gobierno. En nuestro país no, porque ningún gobierno está obligado a seguir haciendo millonarios a los empresarios que lo quieren tumbar. Eso también es lógico (y correcto).
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Cuando hablamos del enemigo nos referimos al fascismo empresarial que quiere derrocar al Gobierno como sea, para poner en Miraflores a un monigote que les abra el chorro de la "libre empresa". No nos referimos al pelabolas que, por confusión, ignorancia o interés personal ha decidido apoyar a su enemigo histórico de clase, que es el empresariado.
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¿Llevaremos leña los ciudadanos comunes ahora que recrudecerá la guerra entre los dos factores enfrentados (el Estado y fascismo empresarial)? Pues sí, como siempre. Hoy podemos comprar productos baratos; mañana desaparecerán esos productos. Es normal: no hay guerra sin dolor.
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Después discutimos si conviene encender en Venezuela miles de electrodomésticos MÁS en tiempos de vulnerabilidad del sistema eléctrico. Sí, después lo discutimos, pero hay que discutirlo. Mientras tanto, vigilar y controlar precios de electrodomésticos es una medida radical justa.
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Los privilegios del empresariado no son los derechos del pueblo. El enemigo nos ha vendido ambas cosas como si fueran una misma. La ecuación es: si el empresariado está bien el pueblo está mal, y viceversa.
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Los empresarios han esgrimido algo que es verdad, es rigurosamente cierto: ningún empresario está obligado a producir si su empresa o fábrica da pérdidas. ¿No da plata producir espaguetis? Pues no se produce más y hay escasez o desabastecimiento de espaguetis. ¿Qué debemos discutir nosotros como pueblo y como clase? Lo siguiente: ¿por qué mother fucker un país que no produce trigo tiene que consumir masivamente espaguetis? ¿Qué deben discutir los empresarios como clase? Esto otro: ¿Por qué en vez de estar explotando obreros no te pones a trabajar, coñoetumadre?
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Cuando esta guerra entre en la inevitable fase bélica o de confrontación callejera tendremos una situación lamentable que ha sido constante en nuestra historia: quienes estaremos en las calles dando y llevando coñazos o tiros seremos los pobres. Los pobres que estamos conscientes de nuestro rol y nuestra posición en la historia, y los que, pasándose por el forro de las bolas el dato histórico de que el enemigo son los empresarios, se ponen del lado de ellos. Mientras nosotros estemos arriesgando el pellejo en las calles habrá una clase social y política (empresarios, "dirigentes", echadores de discursos viendo el peo por televisión y cobrando. Sí, hay una clase a la que le va bien cuando al común de la gente le va mal: los beneficiarios de las crisis. Por estas razones, entre muchas otras, la guerra siempre será una mala noticia para nosotros los pobres.

jueves, 10 de octubre de 2013

Catabres y resistencia cultural

Walterio Lanz en una carretera de Apure
En aquel proyecto de país que el capitalismo industrial nos hizo abortar existía una figura romántica, importantísima, que empezó a ser mal vista cuando estalló la bomba de lo que llamaron “modernidad”: el paso de la sociedad rural a la despiadada urbanización: el intento de convertirnos en urbanos y cosmopolitas: Santos Luzardo asesinando una y otra vez a Doña Bárbara cuando ya antes había liquidado a los indígenas. Esa figura era el catabre o cataure.
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“Catabre”, hablando estrictamente de su significado original, es la totuma, vasija o recipiente donde los campesinos guardan las semillas que sembrarán cuando llegue el momento, pero esa palabra se trasladó por extensión a unos señores que iban por los pueblos repartiendo semillas. Algunas las vendían, otras las intercambiaban por las que no tenían o les pedían en otros pueblos, algunas más las regalaban.
Esos señores cumplían la labor de los pájaros y algunos insectos: propagaban por donde pasaban el germen de lo que después serán especies alimenticias.
Dicen quienes los vieron por esos caminos que se trataba de señores con aspecto de mendigos, barbudos y de vestir descuidado, pero llevaban su tesoro en los bolsillos o en pequeños sacos o mapires; sus catabres para nómadas. La sociedad industrial banalizó esa función y la convirtió en objeto de burla o vergüenza, que es lo mismo que decir que los criminalizó y los condenó a muerte.
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Cuando los burgueses y aristócratas decidieron que para ser “gente decente” había que enrollarse una maldita corbata en el pescuezo la palabra “catabre” empezó a convertirse en insulto. En la Carora de mi juventud oí decir de mucha gente que andaba con la ropa sucia o rota que “parecía un cataure”. Aunque la mayoría no sabía qué significaba eso exactamente, a los muchachos nos daba risa, tal vez porque el nombrecito era feo y así como campuruso (quizá el mismo proceso sociológico y mental que lleva a muchos a tenerle verguita a la palabra y la idea de conuco). Cataure: viejo loco que en vez de ir a comprar caraotas al supermercado trata de enseñarle a la gente que puede sembrar matas en el patio de su casa, que hay cientos de variedades de granos y que son gratis.
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El proceso de destrucción moral de los catabres es el mismo que, con los años y mientras avanza el empeño en alejarnos de la naturaleza/urbanizarnos, ha hecho que odiemos o nos avergüencen nuestra forma de hablar, nuestros olores corporales, nuestro impulso a jugar (¿trabajar?) con tierra, los muchos colores de nuestra piel, nuestras comidas originarias, nuestra música, nuestras costumbres, nuestras formas de procurarnos los alimentos y la vivienda. ¿Para qué sembrar una mata de aguacate si en Central Madeirense venden los aguacates que antes sembraron unos campesinos feos, desconocidos y jediondos? ¿Para qué hacer una casa si para eso quedaron los ignorantes de mierda, esos esclavos albañiles que no estudiaron como estudié YO y por lo tanto merecen el trabajo esclavo que lo humilla (y YO el trabajo intelectual que me enaltece)? ¿Para qué enseñarles a mis hijos a sembrar y construir su casa, si los hijos de los actuales esclavos seguirán el ejemplo de sus padres para que los míos sean profesionales e intelectuales sifrinos, de esos que citan a Marx campaneando un güisqui? ¿Para qué enseñarles a los muchachos urbanos a ordeñar una cabra o una vaca y con ello enseñarles el origen profundamente amoroso y humano de componer tonadas, si para eso están los muchos Simón Díaz que les roban la expresión artística a los miles de artistas genuinos pero anónimos? ¿Para qué andar por la vida oliendo a ser humano si hay tanto desodorante, perfume y colonia en el mercado?
Es la misma razón por la que cierto compañero soñador, audaz y revolucionario recibió tantas burlas, ataques, acusaciones de insania mental y pensamiento retrógrado cuando le propuso al país masificar en las viviendas urbanas los gallineros verticales y los conucos en cada balcón y azotea de casa o edificio. Sospechaba ese llanero humilde que si todas las comunidades producían casa por casa sus alimentos ya más nunca habría escasez de nada; que si en cada barrio hubiera suficientes productores de maíz Lorenzo Mendoza tendría que meterse sus quintales de harina inorgánica por el hueco del culo. Pero no, no seas güevón, Chávez: los señores intelectuales tienen que pensar, los administradores tienen que echar números, los abogados tienen que hacer leyes, los méedicos tienen que estafar a los pacientes/clientes y para ello tienen que andar pulcramente vestidos y olorosos a fragancias caras, no con las uñas sucias de tierra ni hediondos a gallina. Hazme tú el favor. Así que hazme la revolución y garantízame la soberanía alimentaria: que los campesinos sigan sembrando y criando animales que serán asesinados en mataderos, porque lo mío es el barrio, la urbanización y el centro comercial. Siasmaricotú.
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Por ahí cargo un  montón de semillas nativas (al final, algunas fotos con sus leyendas informativas). La mayoría, leguminosas (familias de las caraotas). Ando organizando un par de viveros (Barinas y Yaracuy) para reproducirlas y propagarlas; mientras tanto, se las regalo a quien tenga dónde y cómo sembrarlas y cuidarlas mientras paren. Suena fácil y lo es, pero es una tremenda responsabilidad.
De una larga lista de campesinas y campesinos que recuerdan y añoran el viejo arte de comer y dar de comer sin pagar ni cobrar he aprendido lo poco que sé sobre un asunto crucial: la resistencia cultural basada en el reconocimiento y la propagación de nuestras semillas autóctonas.
Hace unas horas realicé una jugada peligrosa. Convencí a las maestras del Simoncito ubicado en Altamira de Cáceres (Barinas) para que me permitan entregarles un puñado de semillas y poner a los niños a germinarlas, y luego a sembrarlas en un  pedazo de terreno que tienen allí mismo. Es peligrosa la jugada porque de esas semillas, casi extintas o en vías de extinción, no sé cuántas pudieran prosperar o perderse. Dependerá de cuánto convenza a esa gente de lo importante y trascendental de cuidar esas matas hasta que den alimentos y nuevas semillas. Confío en la buena vibra de los niños y en la sensibilidad de las maestras. Habrá que poner énfasis en el punto central: tan importante es la semilla como estimular en los chamos el impulso de conocerlas y sembrarlas cuando crezcan. La semilla física acompañada de la semilla ideológica: esos chamos tendrán que comprender un día que sembrar esas bichas extrañas es peligroso, audaz, contracultural, emocionante, útil, importante: revolucionario. Que en México ya no puedes tener unas semillas en tu casa porque vas preso, y que si nos apendejeamos nos zampan una legislación similar en Venezuela.
Soy un aprendiz de catabre. Sí, me siento orgulloso de serlo.
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La variedad de estas especies comestibles es incalculable; en Venezuela hay centenares de ellas, casi perdidas, perdiéndose en la orilla de las carreteras y los terrenos baldíos, donde crecen y se reproducen como lo que son: como monte. Y como monte son despreciadas o desconocidas: como nos enseñaron que lo que tiene valor es lo que viene empacado y se cobra por kilos, entonces les pasamos por un lado a las muchas caraotas callejeras que se nos ofrecen gratis, camino al supermercado que vende otras menos sabrosas.
Esas bichas callejeras tienen un nombre más o menos genérico: se llaman tapiramas o tapiramos.
Las tapiramas nos alimentaron por cientos o miles de años, hasta que el mercado nos ordenó que comiéramos y consideráramos comestibles sólo a las caraotas negras, blancas y rojas, y no más de seis especies de otros granos comerciales (lentejas, arvejas, frijoles, quinchonchos). La razón: los granos que usted compra en el mercado pueden sembrarse y prosperar a punta de fertilizantes y otros tóxicos, y hacen ricos a unos tipos y unas corporaciones. Su proceso de cosecha es mecanizable porque la mata suele ser pequeña y de tallo alto, y por lo tanto pueden recogerse muchos miles de toneladas en poco tiempo. Las semillas nativas, en cambio:

  1. Son gratis: usted puede sembrarlas en cualquier patio o pedazo de tierra. Propagar esas especies no enriquece ni empobrece a nadie, así que ¿para qué sembrar unas vainas que no tienen valor comercial (precio)? ¿Para comer? ¡JA! ¿Y quién necesita comer algo que nunca escaseará y por lo tanto nunca será negocio?
  2. Su cosecha no es mecanizable, ya que crecen como enredaderas y la recolección tiene que ser necesariamente a mano.
  3. Son limpias: nadie necesita fumigar con agrotóxicos (pesticidas o abonos químicos) unas matas domésticas sembradas sin criterio industrial. TODO lo que usted consigue en cualquier bodega, abasto, supermercado o mercado (popular o de los otros) viene con veneno.

Existe una Red de Truekeros, un Frente Antitransgénico y unas cuantas docenas de catabres que llevan por ahí semillas nativas para regalar o intercambiar. También hay cientos de campesinos que guardan sus mejores semillas para sembrar en la temporada siguiente. ¿Un eslogan para concluir? No compres vegetales comestibles: siémbralos. O uno más inmediato: todos a propagar nuestras semillas nativas u originarias (antes que nos lo prohíban, y después también). Son sabrosas, alimenticias y son gratis.
Post data: o recuperamos, propagamos y masificamos nuestras semillas originarias o Monsanto u otra potencia nos seguirá imponiendo mierdas tóxicas como alimento.


Maíz criollo amarillo, cosechado en El Cogollo (Tinaquillo, Cojedes), en el conuco de Santos y Aníbal (según indicación de Walterio Lanz). Me las han traído a Barinas y prometo sacarles cría. Les enviaré de vueltas hijas y nietas.

1) Emperatriz escarlata, un grano gigante (La Azulita, Mérida); 2) Todi negro o mucuna (La Chigüira, Socopó, Barinas); 3) Paspasa rayada negra (Sanare, Lara); 4) Tartaguita morada (Cumanacoa, Sucre, y replicada en Aroa, Yaracuy).
Dos variedades de paspasa: la "vaquita" (no será difícil adivinar cuales son y por qué se llaman así) y la morada. Se las robé a Gaudy García allá en Monte Carmelo, Sanare, estado Lara.

1) Tapirama negra (San Diego, Carabobo); 2) tapiramos o frijoles jabaos (Sanare, Lara); 3) un grano blanco y negro, espectacular, del que desconozco el nombre o procedencia. Me la traje de Monte Carmelo (Lara); 3) Otro frijol cuyo nombre desconozco; parece un huevito de pavo pero pequeño (0,5 a 1 cmt).
1) Tuca verde (Gaudy García dice que se la trajeron de África); 2) Tapirama blanca (San Diego, Carabobo); 3) Tapirama chancleta (es obvio por qué le dicen así), de Sanare; 4) el célebre y generoso Maíz Cariaco blanco (Cumanacoa, Sucre), que alimentó a parturientas y niños recién nacidos en cantidad, hasta que el mercado nos enyucó con las fórmulas lácteas, la "leche" en polvo y otras mierdas; 5) Tapirusa (otros lo llaman "cabello de ángel" o frijolito bembón blanco), de San Diego (carabobo); 6) frijol o tapiramo bayo (Charallave, Miranda).
Esa mata de tres tallos en ese vasito es una de las bombas de proteínas más poderosas del planeta. Dentro de unos meses será un arbusto, y en un par de años un señor árbol de unos 12 metros de altura. Se llama chachafruto y en siglos pasados poblaba la cordillera andina, desde Venezuela hasta Argentina. Dicen que cuando los genocidas españoles quisieron reducir a los incas se aplicaron al exterminio sistemático de esta planta, pues esa era la principal fuente de alimentos de esa cultura. Hoy mucha gente de montaña la anda recuperando (la planta, una leguminosa gigante, da frutos sólo cuando se le siembra a zonas ubicadas a mil metros o más de altitud).
Esta planta llegó a Barinas así: Malú se trajo de Mérida varias vainas de chachafruto, se comió como tres docenas y guardó una semilla. Esta muchacha, que no es agricultora pero tiene en las manos una magia extraña, agarró ese vasito donde acababa de tomarse un café, le abrió unos huecos por debajo, lo llenó de una tierra mala que encontró por ahí en la calle y metió la pepa. Al día siguiente había que salir de viaje y el vaso se quedó en una mesa cualquiera, sin sol y sin nadie que la regara.
Dos semanas después la magia había funcionado: el chachafruto tiene más de 15 centímetros y va pa arriba. Ahora sí está llevando sol y agua, pero hay que resembrarla en una zona alta; Barinas es llano, aquí no prosperará. Creo que su destino será Altamira de Cáceres.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Las tetas de mi hogar

Publicada en Épale Ccs Nro. 49: http://www.ciudadccs.org.ve/?cat=430

Cada vez que quiero ilustrarles a los muchachos qué cosa era la terrorífica “libertad” de eso que llaman Cuarta República les echo el cuento de cómo era la recluta. Recluta: esa forma de secuestro que cierto "militar tirano" suprimió y prohibió para siempre, en lo que fue su primer acto de Gobierno por allá por 1999.
Una vez al año, durante una temporada cuyos meses no recuerdo, los muchachos de 18 a 28 años teníamos que andar por la calle mirando para los lados, temerosos, pendientes de la aparición de algún policía, Guardia Nacional o soldado, cuya misión era secuestrarnos y llevarnos a “cumplir el servicio militar obligatorio”. Así se le decía al acto de ir a perder un año y medio de tu vida en un cuartel, casi siempre en un campo o ciudad lejos de donde vivías.
Para los más viejos o para quienes ya habían “cumplido” la cosa era más bien una fiesta. Verlo a uno pegar carreras, verde del pánico, o tratar de esconderse, les causaba una risa del coño, y había jodedores que, cuando aparecían los secuestradores uniformados, se dedicaban a echarles paja a los muchachos que se escondían en los comercios. A más de uno lo sacaron así, de atrás del mostrador de una zapatería, luego de que un simpático pajúo le informara al paco que ahí había uno escondido. 15 bolívares les pagaban a los funcionarios por joven capturado.
Después de mucho escapármele a la autoridad vine a caer una vez, mansamente, dentro de una buseta. Tan fácil como que se subieron unos tombos en la esquina de Carmelitas y nos pidieron la cédula a todos los varones. Mostré la mía y eso fue todo; me invitaron a subirme en una jaula de la PM full de chamos de mi edad, y además tuve que pagarle el pasaje al coñoemadre de la buseta.
Al llegar a Fuerte Tiuna una hilera de soldados nos recibió con pitas e insultos. Como el metro estaba recién inaugurado y cada rato la gente inventaba chistes con los nombres de las estaciones algunos nos gritaban, imitando la voz de locutor que salía por los parlantes: “Estación Conejo Blanco. ¡A desalojar el tren!” (Conejo Blanco se llamaba antiguamente el sector donde está construido el Fuerte Tiuna). Las muchas angustias de quienes no queríamos cumplir el maldito servicio eran indescriptibles, pero basta mencionar una: en tiempos en que no existían los teléfonos celulares uno no dejaba de pensar en la familia, en cómo comunicarse o en cómo o a quién pedirle ayuda. Secuestro es secuestro, compañero.
Después de una tarde-noche de insultos, provocaciones y hambre (no nos dieron de comer) fuimos a dormir en un galpón lleno de literas. A las 4 de la mañana entró una parranda de soldados a hacer bulla con ollas y peroles, a gritarnos “¡A levantarse, reclutas! ¡Nuevo es nuevo y su apellido es mierda!”. Y entonaban el toque de Diana (ese mismo que luego se puso de moda los días de elecciones) acompañándolo rítmicamente con esta perra letra:

“Levántate, recluta,
que ya amaneció
¿Por qué no te viniste
cuando me vine yo?
Tiende bien esa cama
Me lavas los peroles
Te lanzas la mierdera
Lavas los interiores…”

La descripción de la jornada es larga, como larga fue la cola de cinco horas que tuvimos que hacer para entrar a un cuarto para hablar con un sargento o vaina parecida, que nos daba el último chance de demostrar que no éramos elegibles para cumplir el servicio. El que convencía a ese tipo recibía un carnet que lo salvaba de ser secuestrado por un año y medio y salía en libertad; el que no, pasaba a un cuarto anexo para que le rasparan el coco y le daban su uniforme de soldado raso, listo para ser vejado por los antiguos. Yo tenía al menos dos pretextos legales: era estudiante y era además el único sostén de mi hogar.
Lo de ser estudiante lo demostré con mi carnet de liceísta. Cuando le dije al bicho que era sostén de hogar me miró con una risita burlona y me dijo: “Bueno, se le irán a caer las tetas a tu hogar, porque tú de aquí no sales”.
Puro sicoterror. Ese mismo día salí con mi flamante carnet de “No elegible, por ahora”.

martes, 3 de septiembre de 2013

Cinema Trébol

Centro Comercial Los Dos Caminos, popularmente conocido como "El Trébol"




Información para los más jóvenes: el centro comercial Trébol quedaba donde hoy se levanta (y se hunde) ese bicho puyúo en forma de nave espacial llamado Milenium. El Trébol era una edificación normalita ella, cuadrada y tal, pero su gancho era el novedoso sistema de salas de cine. Marico, no lo podías creer, o sea: eran tres salas donde pasaban tres películas simultáneas, y le pusieron “trébol” por eso, porque la disposición de las salas se asemejaba a las hojas de las maticas esas con las que Malú hace sus ensaladas gratis para pelabolas. Muy ingeniosos.
Quedaba lejos el Trébol, y ese era otro de sus encantos; cuando no existía el Metro había que agarrar un autobús desde la avenida Sucre hasta Chacaíto, luego otro que fuera para Petare, y quedarse ahí donde está hoy el metro de Los Dos Caminos. Era un viaje de una hora y pico si había tránsito pesado. Si tú querías sacar a pasear a una novia o potencial levante no te la podías llevar para esos cines horrendos del centro, esos bichos donde pasaban puras películas porno o mexicanas (la gente que trabaja en el diario Ciudad Caracas, antiguo cine Rialto, todavía debe escuchar a las ánimas en pena –y en pene- de tanta actriz especialista en gemidos falsos). No señor: había que irse al este del este. Allá lejos, en las salas ultra-guao de los cines Trébol, conocimos muchos las delicias de la lata clandestina y el manoseo descarado, mientras el pendejo de Clint Eastwood hacía esfuerzos por llamar nuestra atención. La siempre dulce Laurita manipulaba la pistola mejor que ese tipo.

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de la nostalgia, un día del año 2000 pasé por el lugar y me encontré con que unas máquinas le habían entrado a pingazos al centro comercial y sólo quedaba un carapacho de columnas y medio techo. El espacio había sido cerrado con láminas de zinc. Bordeé la barrera hasta que me encontré con la entrada, y sentado del lado de adentro un vigilante. Le dije que quería entrar para ver cómo habían quedado los cines (sí, estaba pensando en el tono de Cinema Paradiso), que yo era periodista y que iba a escribir algo para un periódico revolucionarísimo en que trabajé dos meses. Sabes que yo nunca trabajé en diarios escuálidos; solamente en El Nacional, El Universal, Así es la Noticia, 2001 y ese que llaman Tal Cual.
El vigilante fue a buscar a una especie de jefe de las obras y éste vino a atenderme. Le dije a qué iba, que me diera chance de entrar con un fotógrafo. El hombre me dijo:
--Ajá, pero ahí lo que queda es un hueco y un poco de escombros. ¿Qué noticia vas a buscar tú ahí?
Pude haber insistido, pero le di la razón al carajo y lo dejé de ese tamaño. Las Lauritas de mi perra vida nunca serán un escombro en la memoria.

domingo, 25 de agosto de 2013

Crónicas caraqueñas

La revista Épale, la dominical del diario Ciudad Caracas, ha hecho una hermosísima convocatoria: quiere que la gente que vive o vivió en Caracas envíe a su redacción los escritos (crónicas, cuentos, anécdotas: sus memorias personales) de las cosas que recuerden de sí mismos, escenificadas en algún lugar de la ciudad. La revista ha inaugurado una sección de minicrónicas donde se publicarán esos textos (no deben ser mayores de 2 mil caracteres).
Parece un acto simple y lo es, pero el acumulado se intuye grandioso y es así de importante: a medida que las docenas, cientos o miles de caraqueños que acaten la convocatoria vayan publicando sus fragmentos de vida estará cobrando forma en esa revista una obra colosal: LA HISTORIA DEL PUEBLO DE CARACAS. No la historia esa llena de héroes mantuanos, grandes oradores, políticos, doctores y demás güevones de paltó y corbata: la historia del pueblo, esa "historia menor" que es la historia grande de nuestra gente, quedará registrada en un documento colectivo formidable, y ve tú a saber si alguien dentro de un tiempo se anima y publica ese aporte del pueblo a su propia cultura. La historia del pueblo de Caracas contada por sí mismo, no por un autor o cronista sino por el pueblo-historiador, que somos todos nosotros, los que hemos vivido en Caracas y los que todavía viven allí.
¿Estarán sirviendo las redes como facebook y twitter para construir una dispersa y gigantesca historia del pueblo (no sólo escrita sino gráfica)? Es bastante probable, pero de eso hablamos después. Ya Épale comenzó a hacer ese registro. Comenzó con unas cuentos de gente referidos a Chávez y luego otros a propósito del aniversario de Caracas. Pero ahora la convocatoria es abierta y los temas son libres. Yo me he animado y he enviado unos aportes que ya han sido publicados (hoy apareció el segundo).
A título personal el ejercicio me está sirviendo para organizar la memoria de mi largo intento (29 años de mi vida) de convertirme en caraqueño. Ese intento ya ha concluido. Pero la memoria queda, y estos son dos pequeños fragmentos, dos crónicas caraqueñas sobre mi vida (las iré publicando cada domingo, después que aparezcan en la revista):

Crónicas caraqueñas

las suyas pueden enviárselas a:

odry.fr@gmail.com. Seguramente ya abrirán un correo sólo para esta sección.

El atraco

Publicada en Épale Ccs Nro 44, página 18: http://www.ciudadccs.info/?cat=430

Recién llegado a Caracas me puse a estudiar cuarto año de bachillerato en el liceo Fermín Toro. Todavía me ronroneaba en la oreja la advertencia de mi papá y de una madre postiza: “Cuidado con las malas juntas”. Yo todavía no sé si las juntas que me encontré entonces eran buenas o malas, pero lo cierto es que en una de esas tardes de jubilarnos y caminar sin rumbo por la ciudad yo y dos panas del liceo decidimos tirar un atraco. La víctima iba a ser un taxista.
La cosa la organizamos así: Carlos, el más robusto y con cara de malo, y que además era o parecía mayor que los otros dos, se sentaría adelante en el puesto del copiloto. Ernesto, yo y nuestras respectivas caras de güevones iríamos atrás. Al detenerse el carro en algún semáforo Carlos le clavaba un coñazo al chofer; yo, sentado justo detrás de éste, lo inmovilizaba con una llave de esas que los luchadores llaman “Doble Nelson”. Ernesto y Carlos aprovechaban para sacarle la plata del bolsillo o de donde la tuviera, y en menos de un minuto nos echábamos a correr, cada uno en una dirección distinta.
Paramos el carro en la avenida Baralt; el taxista era un señor gordo con cara de no haber dormido en una semana, buen indicio. Carlos le dijo que nos llevara al hospital de Lídice. Nos montamos y el carro echó a andar por la avenida Sucre.
Cuando pasábamos por Miraflores ya yo había perdido las esperanzas, porque el tráfico estaba ligero y el taxi viajaba a buena velocidad, sin ningún semáforo a la vista. Llegamos a la esquina donde se dobla hacia Lídice, el semáforo estaba en verde y dele, compañero, nada iba a detener a ese carro. A esas alturas yo iba pensando ya en la forma de decirles a los otros que abortáramos la misión, pero no hallaba cómo. El carro subió una, dos cuadras. Justo cuando pasábamos por la calle culebrera donde se encuentra el módulo policial el compa Carlos hizo gala de su tremendo sentido de la oportunidad, y de su fama de peleador callejero, y le encajó aquel rolo e coñazo al taxista en el pescuezo. La vaina sonó y que “prac”, así como cuando uno desguaza la pechuga de una gallina.
Transcurrió un segundo, y después dos. Y tres, y cuatro; el chofer miraba a Carlos, yo lo miraba a él y a Ernesto, los panas me miraban a mí, todo en silencio dentro del carro que bajó la velocidad pero nunca se detuvo. En vista de que yo no cumplí mi parte del libreto y los otros tampoco tuvieron corazón para seguir con el plan, Ernesto tuvo la salida colosal de aquella situación de mierda. Le dijo al taxista: “Perdónelo, señor, es que a él le dan esos ataques de vez en cuando y se pone violento. Por favor nos deja frente al siquiátrico”.

La coñaza


En la avenida Urdaneta, de Platanal a Candilito, a media cuadra de la plaza La Candelaria, existe un bar llamado Los Cuchilleros, uno de esos sitios que no cierran nunca, para alegría de algunos y desgracia de otros. Una madrugada de 1991, tipo 4 y media, iba pasando por ahí con un compa de beberes, después de haber vaciado y cerrado algún botiquín cercano. En la puerta estaba parado un carajo enorme; más o menos un metro 90, con la cara y la actitud que hay que tener en la puerta de un lugar con semejante nombre y a esa hora. Estaba, además, contando una paca de billetes. Entonces se me activó la pea chistosa, en forma de chiste de esos que sólo tienen sentido en la mente de un borracho. Le dije: “A este tipo debe ser fácil atracarlo”.
Creo que detrás del sujeto salieron ocho o diez más, y comenzó la película de kung-fú. No sé cuántas tortas me dieron, pero sí recuerdo que casi todas me aterrizaban en la boca (ese impertinente hocico que debió quedarse cerrado). Al hermano de desgracia lo manotearon bello también; ambos chorreamos sangre como para echarle una mano de pintura a una casa. En mitad del revolcón encontré una botella y en mi psique tanto o más maltrecha que el cuerpo cobró forma una especie de esperanza peliculera: “Listo, con esto me les enfrento y los jodo”. Así que agarré la botella y, tal como había visto hacer tantas veces en otras peleas callejeras, la agarré por el pico y la partí contra el asfalto. No sé qué salió mal en el cálculo, pero la botella se volvió pedazos y yo me quedé con el arito ese donde va agarrada la chapa. Y la coñaza recrudeció. Unos tipos que se hacían pasar por policías detuvieron la masacre, que terminó por allá debajo del elevado que da hacia la Andrés Bello.
Dice la leyenda negra que el labio me quedó como el de la danta esa que lleva en el lomo a María Lionza. Y que yo, para poder tomar cerveza, tenía que levantarme esa trompita con una mano y poner el pico de la botella en el labio de abajo con la otra. Esos panas de uno sí joden.

martes, 20 de agosto de 2013

La sangre en la cabeza

No es un asunto esotérico sino totalmente físico, natural y además perceptible y verificable. Es luna llena y uno siente que anda agitado, que la capacidad para razonar serenamente se va al coñísimo y uno empieza a embarrarla más que de costumbre. A uno “le pega la luna” porque, cuando hay luna creciente y ese “daleparriba” llega a su clímax en luna llena, todos los fluidos de la tierra suben. Todos: las mareas, la sangre de los animales (incluyéndonos), la savia de los árboles y plantas.
El mito del hombre-lobo tiene origen en la observación simple de un fenómeno natural y para nada estrambótico o mágico: los lobos aúllan y enloquecen en luna llena y los seres humanos también. La razón por la que la fabulación humana no creó El Hombre-Tortuga es que los aullidos de esos reptiles con carapacho tal vez no son tan sobrecogedores como los de los lobos (prohibido mencionar a las tortugas ninja, estamos hablando de fábulas serias). Pero a las tortugas, al igual que a los lobos, los humanos, las culebras, gatos y vampiros, se les sube también la sangre a la cabeza y a la parte más alta de sus cuerpos.
En estos días todos tenemos la sangre en la cabeza, literalmente, y es un dato universal el que la incidencia de ACVs (Accidentes cerebro-vasculares) y de infartos sube cuando llegamos a este momento del mes. Por cierto, mientras escribía estas líneas (en luna llena) supe que murió de un infarto, al borde de la medianoche y en la víspera de su cumpleaños, una mujer valiente y valiosa llamada Mary Perdomo.
Pero sucede que las pasiones humanas tienen diverso signo, así que eso del furor y el ansia puede no estar necesariamente dirigido hacia impulsos destructivos. Aunque el sexo es de alguna manera violento y de todas maneras apasionado, anótelo: esta noche es buena para conectar lo violento con lo sublime y con el amarse hasta lo sucio y lo sangriento, que es como uno debe revolcarse con alguien para que valga la pena y sea inolvidable. El sexo si no es ardoroso no es sexo sino un baile europeo; en días y noches como hoy lo que suceda en ese ámbito será menos europeo que nunca. Allá los que creen que el amor es un asunto de doncellas y príncipes y rosas y violines y pulcros condones, ese invento estúpido que tanto estorba: agradézcale a sus padres que no lo usaron en el momento crucial, porque de lo contrario usted no existiría.
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Los campesinos de todo el mundo saben que cuando hay luna creciente o llena es bueno sembrar plantas cuyos frutos crecen encima de la tierra, y que por el contrario los tubérculos, bulbos y raíces (que crecen hacia abajo) se dan mejor si uno los siembra en luna menguante. La civilización humana ha crecido y se ha alimentado al ritmo de los ciclos lunares, pero el mismo proceso que nos llevó, de ser seres apegados a la naturaleza, a intentar ser urbanos y cosmopolitas, nos ha inculcado la idea de que esas vainas tienen que ver más con la brujería y la superstición que con los saberes ancestrales de los pueblos de la tierra.
Cerca de Altamira de Cáceres la amiga Zenaida ha construido una casa que es 95 por ciento de madera, hermosísima por cierto. Casi todas las tablas y ramas están en perfecto estado, menos dos o tres, que se están pudriendo o les han caído insectos. Los montañeses de la zona saben qué pasó allí: esas ramas y vigas fueron tomadas de un árbol o árboles cortados en luna creciente. Lógica simple: si usted corta un árbol en luna llena o creciente los fluidos se quedan arriba, en el tronco o en las ramas, así que ese cuerpo se pudrirá pronto. Es la misma razón por la que a los cadáveres los “preparan” para que duren unos días sin degradarse extrayéndoles completamente la sangre. Si la sangre se queda allí empozada el cuerpo se corrompe más rápidamente.
Que a uno “se le suba la sangre a la cabeza” no es una metáfora. Cuando hay luna llena, en efecto, todos tenemos la sangre arriba, empujando hacia arriba, con tendencia a quedarse arriba más tiempo que en otras épocas. ¿Usted anda como angustiado, medio arrecho o completamente arrecho o angustiado? Esa es una de las razones físicas.
De las otras razones que se ocupe cada quien. Eso, o si quieres nos entramos a coñazos.

martes, 2 de julio de 2013

¿Viva la universidad? ¿Y como para qué?


Era viernes 25 de mayo de 2007 y estábamos a pocos días de presenciar el fin de las transmisiones abiertas de RCTV. La Asamblea Nacional cometió el error de invitarme para que hiciera uso de un derecho de palabra, en una sesión callejera concebida para que todos dijéramos a coro: "Granier es una rata golpista, viva Chávez". En vista de que yo había dicho eso muchas veces y de muy distintas formas, quise aprovechar esos minutos para decir algunas otras un poco nuevas y un poco incómodas, para esbozar aunque fuera un acercamiento al fondo del problema llamado Medios de Comunicación.


Al finalizar los 15 minutos que duró mi cháchara había un gentío mirándome con arrechera y otro gentío más cagándose de la risa, pero sin atreverse a expresarme su acuerdo. Yo soy así. Nací o me formaron con ese defecto. Tengo muy mal sentido de la oportunidad. Pensar que con haber alabado a los presentes me hubiese ganado unos aplausos.

En resumen, repetí más o menos lo mismo que un par de semanas antes en la cancillería (http://discursodeloeste.blogspot.com/2007/05/misin-boves-en-la-casa-amarilla.html): la universidad es una fábrica de mediocres sin sensibilidad social, prepotentes y con aires de entidad superior; una institución colonial de mierda, creada y desarrollada conforme a las necesidades de una estructura de poder elitesca y excluyente; una estructura según la cual los profes son seres muy inteligentes que le inculcan conocimiento (remember el verbo "adoctrinar", que se pone de moda cuando a los escuálidos les da por creer que educar y adoctrinar son cosas distintas) a una parranda de güevones, mismos que, al ser evaluados, deben reproducir dócilmente lo que el profesor, eco de la voz de la universidad, les ordena pensar. Si usted escribe o dice en un examen algo distinto a lo que la universidad le ordena, usted está raspao. Les grité que, a causa de ese desperfecto originario (ya que la universidad, como es creación medieval y su estructura y funcionamiento siguen siendo ejemplo de la mentalidad medieval, siempre estará del lado de los opresores y burgueses) va siendo hora de sentarse a discutir si ese asco de institución, esa fábrica de burgueses, merece ser defendida, reinventada o destruida como espacio de transmisión de saber.

Hablé también de la Ley de Periodismo y de la necesidad de derogar esa mierda, pues es expresión de una sociedad adeca que se niega a morir. Puse como ejemplo vivo de cierto disparate a Willian Lara, para entonces ministro deInformación: dije que él era licenciado en Comunicación Social (porque la UCV le dio una licencia) pero no es periodista, porque, que se sepa, el ministro no ejerce la profesión ni se gana el piche plato de espaguetis ejerciendo el oficio.

Más vale que no, mi compai.
Como respuesta, Earle Herrera reaccionó con tremendo argumento, demostrativo de la profundidad del pensamiento que emana de la U-U: "¡Willian Lara sí es periodista y que viva la Universidad!". El propio Willian intervino más tarde para decir que 
Cuarenta y ocho horas transcurrieron y allí estaba, la hez de "la flor de la juventud universitaria" encabezada por aquel Goicoechea, aquel Stalin González y aquel Guevara, quemando el centro de Caracas o intentándolo, mientras nosotros los monos, chaburros, marginales, maleducados y malandros los manteníamos a raya a botellazos, en defensa de la democracia venezolana. Les pedí entonces a los compatriotas revolucionarios Lara y Herrera que, si de verdad querían defender a la Universidad, lo hicieran en ese momento. Justo en ese momento: que defendieran a los niños lindos que se lucían en las pantallas de Globovisión: esos eran los profesionales del futuro. Esos eran los sujetos que al cabo de unos años defenderían la academia, el campus, el Almamarte o Almamater, la condición de profesionales, con el mismo encono con que lo hacían Herrera y Lara. Échenle bolas, les dije, siéntanse orgullosos; griten a voz en cuello: "¡Que viva la Universidad!".
Pero mira las sorpresas que te da la vida, o la política. Exactamente dos meses después de aquella sesión de la Asamblea Earle Herrera publicó en Aporrea un artículo titulado "Universidad de sal". No quiero tirarle más a Earle Herrera. Sólo quiero que recuerden el episodio dela Asamblea, y lean el artículo que escribió Earle un par de meses después. Es este:


Universidad de sal

Earle Herrera
Fecha de publicación: 26/07/07

Como la mujer de Lot, la universidad venezolana está convertida en estatua de sal. La vieja academia se quedó ensimismada, mirando hacia atrás, sobrecogida y paralizada por el temor a los cambios. Avanza por inercia y vive de sus glorias pasadas. Es, qué duda cabe, la institución más conservadora de la Venezuela contemporánea.

Su estructura preserva algo más que las formas del modelo medieval. La expresión más acabada de ese arcaico paradigma es el claustro universitario, con su calco en cada facultad en las llamadas asambleas, las cuales son cualquier cosa, menos asambleas. La palabra y figura del claustro le vienen de la universidad monástica y monárquica. Puro formol y mortaja.

Así transitó los siglos, con no pocos sacudimientos, como el de la Reforma de Córdoba en la Argentina de 1918. O el de aquellos albores libertarios, con los estatutos republicanos dictados por Simón Bolívar, en 1827. Pero las fuerzas conservadoras siempre terminaron por retornar al regazo colonial e imponer la fuerza inmovilizante del pasado.

En Venezuela, la universidad se colocó de espaldas al pueblo y se divorció de su realidad. Los millares de jóvenes que cada año quedaban excluidos de sus aulas, no eran su problema. Por el contrario, ese drama colectivo lo convirtió en un negocio que, vía prueba interna, pasó a engrosar lo que denominó “ingresos propios”, una forma de asalto, hay que reconocerlo, a mano desarmada.

En su seno, afloraron las roscas y grupos de interés. También los apellidos, para no irles a la zaga a los mantuanos del valle. O a sus amos, como los llamó Herrera Luque. Algunos nombres que despotrican de la elección indefinida, se hicieron indefinidos en cátedras, departamentos, institutos, escuelas y facultades. Los cargos en unos casos se volvieron hereditarios y, en otros, conyugales. Siempre partidistas.

La exclusión intramuros pasó invicta el siglo XX y se aferra a su claustro en pleno siglo XXI.Los “académicos” ultramontanos se irritan ante la sola posibilidad de que los trabajadores y empleados puedan tener derecho al voto para elegir a las autoridades. Gritan que eso sería el fin de una academia que, hace rato, está momificada. Estos catedráticos se consumen ante la sola propuesta de homologar el voto estudiantil y el profesoral. ¡Y se dicen democráticos!

¡Cómo pesan las arcaicas estructuras de la vieja universidad! A la altura de esta línea, para regocijo ventajista de las roscas “académicas”, es hora de que los profesores instructores por concurso de oposición no tienen derecho de voto para escoger las autoridades rectorales, ni de facultad, ni de nada. Poco importa que sobre ellos recaiga el mayor peso de la docencia en casi todas las universidades llamadas autónomas.

El siglo XXI ya no soporta a estos viejos mastodontes que tanto hablan de democracia y tanto la niegan. El claustro como estructura, digámoslo de una buena vez, debe volar en pedazos. Sobre sus escombros ha de renacer la nueva universidad, de cara al país, consustanciada con el pueblo y sus problemas y verdaderamente democrática. Desde los directores de escuelas hasta el equipo rectoral deben ser elegidos por toda la comunidad universitaria, sin exclusión.

Los que vociferan que el gobierno bolivariano amenaza la autonomía, en realidad es a estos cambios a lo que temen, a la verdadera profundización de la democracia universitaria. Cambios que están por cumplirse en forma inexorable. Las fuerzas conservadoras podrán retardarlos algo, pero no los detendrán. Con no poco pavor, esas fuerzas oyen que las campanas empiezan a doblar por el viejo claustro y sus momificados e inútiles pero costosos faraones “académicos”.

Lo de “académicos” es un decir. La exclusión como electores de trabajadores y empleados, de los profesores instructores, así como el valor de 25% que en la obsoleta ley se le asigna al voto estudiantil con respecto al profesoral, no ha significado la elección como autoridades de los más académicos. Hoy mismo, en este aquí y ahora, se puede hacer una larga lista de cargos rectorales y de decanos ejercidos por quienes nunca se han destacado en la investigación ni en la docencia, no han presentado debidamente sus trabajos de ascensos, no han escrito un solo libro, no tienen los títulos que exige la ley y ni siquiera han pronunciado alguna frase que los recuerde, sino para la historia, al menos para la anécdota.

Y a todas y cada una de esas autoridades, las ha elegido el añejo claustro y las esclerosadas Asambleas de Facultad. Hacia ese inconmovible pasado que tanto pesa sobre el presente y hace nugatorio el futuro, mira y se aferra la universidad que emula a la mujer de Lot, la universidadconvertida en estatua de sal.