domingo, 19 de diciembre de 2010

Mi amada Marisol no existió nunca

Creo haber leído que nuestros recuerdos más lejanos están asociados a canciones y melodías. En mi caso, aplica para los más lejanos y para los fijados con más fuerza en la memoria: yo recuerdo lo sombrío de una habitación, la voz de mis hermanas y de una madre postiza, un reguero de olores, conversaciones y escenas que datan seguramente de los años 1968 a 1970 (mis 3 a 5 años de edad). Seguramente había una dura competencia entre los temas que más sonaban en la radio, pero a mí se me fijaron unas que no sé o no creo que califiquen como inmortales. O como dignas de recordación por mucha otra gente. Por ejemplo, Leonardo Favio en pleno y unos instrumentales escalofriantes (feos, quiero decir) perpetrados por un Frank Pourcel y su orquesta. Ah carajo, estamos en onda confesional, así que ahí va: todavía a estas alturas no quisiera estar solo o triste si algún día vuelvo a escuchar la versión de El Gavilán interpretada por ese sueco de mierda. Acabo de buscarlo en Google y resulta que es francés, pero para mí seguirá siendo sueco. Es mi venganza por haberme atormentado así la tierna infancia.
Luego vinieron otras épocas y canciones, y acá aterrizo en el tema (musical). Mucho de la formación sentimental de los venezolanos mayores de 30 años (y seguramente también de unos cuantos más jóvenes) pasó por las aulas melódicas de de la Billo's Caracas Boys. No estoy seguro de la cantidad de años hace de la grabación de uno de sus merengues inmortalizados por la memoria colectiva: La Negrita de Cheo. El caso es que hace apenas unos días he sufrido un golpe más o menos fulminante en ese ámbito remoto, en esa profunda gaveta donde la nostalgia tiene señorío. El sonido digital, la tecnología actual, me ha rejodido un personaje de mi infancia (así que no sólo Frank Pourcel me la debe).
No sé si alguien compartirá conmigo esta manía, pero yo cuando chamo solía asociar ciertas canciones con cierta gente, real o imaginaria. Así que yo tuve mi propia, íntima y personalísima Negrita Marisol. ¿Marisol? Sí, porque desde el año 1973 he estado recordando y guardando en la memoria y volviendo a recordar un estribillo que decía:

Qué suerte tiene el viejo Cheo
con la negrita Marisol...

Y aquí el espantoso atentado: la semana pasada compré un reproductor nuevo y par de cornetas para mi carro, y uno de los primeros cds que puse fue una recopilación de la Billo's. El maldito equipo de sonido suena bello, con todos los sonidos de cada instrumento, con una fidelidad del coño. Iba por la autopista Francisco Fajardo cuando sonó por primera vez el estribillo, y les juro por mis hijos que pegué un frenazo urgente cuando oí al difunto Cheo García bajarme a coñazos de mi fascinación:

Qué suerte tiene el viejo Cheo
con la negrita Mariflor...

Fue una sensación hija de puta, supongo que casi como descubrir de pronto que la mujer a la que amas desde hace años es tu hermana, un fantasma o un travesti. Como si un pana de pronto se apiadara de uno y le dijera un día, poniéndole una mano en el hombro en plan confidente: Pues sí, Roberto, pedazo de pendejo: Marisol no existe. En su lugar lo que existe es una Mariflor que a lo mejor está más buena, pero que me importa una mierda, porque no es la misma jeva. Treinta y siete años estuve adorando a una caraja que no existe ni siquiera en canciones, o al menos en esa canción:



Un poco para respirar por la herida o para pasar el trago amargo, me puse a conversar con los panas sobre mi caso, y sobre las vainas que el sonido digital nos ha hecho a muchos de nosotros: corregir ese tipo de fallas de toda la vida, producto del pésimo sonido de las radios, reproductores de cassettes o longplays en los que escuchábamos música en tiempos idos. Muchos de nosotros cantamos canciones de una forma pero en realidad la canción dice otra. La recopilación de estos errores ancestrales da para un curioso catálogo. Va una pequeña muestra de lo que yo y los panas creíamos, y lo que los artefactos de hoy nos revelaron:

El grito de Ismael Miranda en la canción Arsenio:
Al señooooooorrr...
En realidad dice:
Arsenioooo...

En la parte final de Pedro Navaja, un coro dice:
I like to live in América
Y un pana lo cantaba así:
Baila insulina en América...

El Gato en la oscuridad:
Cuando era un chiquillo, qué alegría
jugando a la guerra noche y día
La versión pre-digital:
Cuando era un chiquillo, qué alegría
jugando con tierra noche y día

Decía Lalo Rodríguez:
Ven devórame otra vez, ven devórame otra vez
ven castígame con tus deseos más
que el vigor lo guardé para ti...
La versión equivocada:
...ven castígame con tus deseos más
que mi gorro guardé para ti...

Héctor Lavoe:
Comíamos llorando el pan mugriente y duro...
Oscar Palacios:
Comíamos con hambre el pan mugiente y duro...

Sí, todo muy gracioso.
Todo, menos la forma vil en que la tecnología asesinó a mi negrita Marisol.

miércoles, 7 de julio de 2010

Memoria de Don Pío

El domingo estuve en Carora. En Caracas me entero de dos noticias aparentemente inconexas: murió Pedro López Mogollón, fundador de Los Golperos de El Tocuyo, y hubo hace unas horas un temblor de tierra allá mismo en Carora. No debe ser casual que en ese viaje haya recibido yo mi propio estremecimiento: la tierra y los afectos suelen venir de la mano.
De aquella niñez alborotada y esquizofrénica que me tocó interpretar en esos calorones rescato algunas maldades, estúpidas pero crueles como las de los niños, como aquella de buscarle bronca a los locos del pueblo. "Eso" se define con un verbo que hasta donde sé se usa sólo en Lara: cuquear. Cuquear a un perro bravo o a una persona con gestos o insultos, para que se arrechara y nos persiguiera, nos ponía a fluir la adrenalina, y seguramente nos inculcó las nociones primeras de la audacia. Ante el miedo más o menos autoinducido, había que correr. Y correr duro, porque a veces la gracia salía mal y había que pedir perdón o llevar coñazos.
Entre los personajes a quienes de vez en cuando fastidiábamos estaba un hombre viejo, altísimo y flaco, desgarbado, que pasaba caminando con un cuatro en la mano. De haber tenido lecturas en la niñez lo hubiéramos comparado con el Quijote; el cuatro era la lanza. Mucho lo ladillamos, pero nunca perdió el aplomo, nunca reaccionó con violencia. En el fondo del ensañamiento contra ese anciano había un sedimento de desprecio por lo que hacía, es decir, era una forma de autodesprecio porque ese hombre nos representaba: al menos en Carora y sus alrededores Don Pío Alvarado era la más alta expresión del tamunangue, del golpe curarigüeño. Entre los niños y jóvenes entre quienes yo andaba este género era mal visto, nos sonaba feo, nos olía a cocuy y a borracho fulminado en la plaza.
Los niños y jóvenes caroreños de entonces, afectados ya en los años 70 por remedos y caricaturas de lo urbano (en Carora el primer semáforo llegó en el 78 y mucha gente se paraba durante horas en la maldita esquina a verlo cambiar de luces) la música larense nos provocaba más burlas que emoción. En especial nos reíamos de una canción que ya desde el título nos sonaba a viejo, rancio y decadente como aquella voz chillona del viejo que la interpretaba: La Chuchurucha. Nos parecía el colmo de la ridiculez cantarle a algo que se llamara así, o tan siquiera nombrarlo. Yo mismo, que aprendí a tocar el cuatro a instancias de mi viejo, empecé a aborrecerlo y a abandonarlo. Por allá quedó el cascarón vacío del último que tuve, con las cuerdas reventadas, colgado en algún clavo o sepultado en el cajón de la ropa sucia.
Además, de los toques de tamunangue (que solían hacerlos en actos públicos, o en cervecerías y arrabales) se decía que terminaban a botellazos y en riñas colectivas con heridos graves, y a veces en efecto era así. Era gravísimo el estado de la música larense en aquella Carora, pero yo no tenía herramientas para sospechar siquiera lo que estaba pasando: cuando una manifestación cultural o musical es odiada por los niños y jóvenes de su entorno vital pasa a ser un género muerto o en proceso de extinción. Y eso era el golpe curarigüeño (entonces lo llamábamos genéricamente "tamunangue", sin tomar en cuenta el detalle del culto a San Antonio etc.).
Pasados los años, instalado ya en Caracas y por lo tanto sometido ya a una lamentable caraqueñización (yo me fui a Caracas porque creía que ahí sí podía estudiar y ser "alguien importante", como si ser campesino no lo fuera) supe de la muerte de Pío Alvarado. Sólo después escuché la hermosísima canción que le dedicó Alí Primera:



Y entonces algo se me quebró por dentro. Aquel hombre que de niños despreciábamos, el Turpial de los cardones, no era ningún perro digno de ser cuqueao sino un coloso de nuestra cultura, hacedor de música y por lo tanto patrimonio cultural de la humanidad. Más tarde supe también de la muerte de La Chía, su cuatrista más notable y carismático (y a cuya hija le echábamos los perros sin fortuna en el liceo Egidio Montesinos). Otro golpe mortal: acudí un día a ver a Los Golperos de El Tocuyo en toque abierto y gratuito en la esquina de El Chorro. Y vaya: metido entre los edificios de El Silencio los sones me llevaron al terruño y cogí el arrecherón culposo de mi vida, al ver lo que me había perdido por andar detrás de la salsa, el jazz y los ritmos que me siguen gustando, pero que ya más nunca me dijeron nada importante.
Y de colofón, este viaje a Carora, para reencontrarme con un gentío olvidado, muchachos quizá tan irresponsables como yo en aquel tiempo y ahora cultores del tamunangue. El hervidero de niños y niñas que hoy tocan, bailan y cantan el golpe y los sones de negros me dicen que el proceso de extinción de esa música no se completó: aquello que yo dejé moribundo ha renacido con una potencia inusitada. Allá está instalada la generación que evitó y evitará que esta manifestación muera, al menos en el próximo siglo. La cuenta es fácil. El hombre que enseñó a tocar cuatro a Pío Alvarado seguramente nació a mediados del siglo 19. Hoy, en el 21, hay muchachos aprendiendo y enseñando a tocar cuatro y a interpretar esos sones añejos. Así que hay música y cultura larense para el siglo 22 y más.
En la casa de Carlos Alejo Ramírez, otra institución cultural de cepa caroreña, hubo el pago de una promesa a San Antonio y después una presentación de fotos viejas de familia: ahí recuperé la imagen de Pío Alvarado; esa que puse arriba es una de esas fotografías familiares, inéditas. Todavía no se me destraba el nudo en la garganta. Ese es el viejo roble, ese anciano que yo, en lugar de adoptarlo como tutor para que me diera unas clases sobre cómo amar a la tierra, espanté a pedradas en las calles de Carora.
Creo que ya nada me detiene en mi regreso a la tierra, por no decir a las raíces. Tras 29 años sin rasgar un cuatro he vuelto a hacerlo. Lo hago torpemente; son casi tres décadas perdidas adorando una música de afuera, no de los adentros. Así que mi homenaje y desagravio no será tocando la música que abandoné por meterme a caraqueño, pero sí colocándola acá en toda su grandeza, con la voz aguda de Don Pío sobresaliendo por encima del grupo, inconfundible e inimitable (y a la salud de ustedes, me suelto a escuchar esto con una garrafa de cocuy de Hermes Chávez agarrada por el pescuezo):

La Chuchurucha:


La mujer es lo más bueno:


El Gavilán:

domingo, 20 de junio de 2010

Monte Ávila, los concursos y los autores inéditos

Quiero hacer un "análisis de situación" sobre el certamen denominado "Concurso Literario para Autores Inéditos 2010", de Monte Ávila Editores. Este año fui jurado de la mención Narrativa junto con Krina Ber y Orlando Chirinos. Enumeraré aquí la serie de trabajos que me gustaron, y sus autores.
Debido a las normas del concurso el jurado no estaba autorizado para otorgar menciones honoríficas y ni tan siquiera nombrar en el veredicto otras obras que no sean las ganadoras, pero esto no es un documento legal o formal sino el resumen de las obras que me impactaron gratamente, además de las ganadoras (Mujer de tiza, de Daniel ALberto Linares; Los impresentables, de Raymond Nedeljkovic; Las trinitarias y Barba Azul, de Carolina Álvarez):

De los años malditos (Celia Mercedes Alviárez)
Metafísica del Azar (Omar Elías Osorio Amoretti)
Otros relatos y El Panteón de los suicidas (Alirio Alberto Hernández)
Los sueños de Sofía (Javier Alarcón)
Tercera persona (Gregorio Maita)
Cuaderno azul (Ricardo Ramírez)
De putas y cuchillos (Aquiles Zambrano)
Exilios (Alejandro Sebastiani Verlezza)

Algunas de estas obras fueron también del agrado de Krina u Orlando, pero sólo las ganadoras contaron con el voto favorable de los tres miembros del jurado.
Ahora, algunas reflexiones al respecto. Están originalmente dirigidas a los organizadores del certamen, por eso leerán algunas observaciones dirigidas en segunda persona.
++++
Mientras leía las obras participantes recordé los tiempos más o menos remotos en que yo participaba en concursos literarios "para jóvenes escritores", y lo que más fácil recuerdo es esa sensación amarga, molestosa, que se apoderaba de mí cuando mi trabajo no era premiado (no tenía por qué serlo, por cierto) y ni tan siquiera mencionado. Claro que comprendo que es preciso tener un mínimo de temple, humildad, madurez y serenidad para soportar y aceptar una noticia tan simple e inofensiva como esa (no gustó tu obra o había otras mejores), pero vaya: muchos de los textos de esta muestra en particular nos gustaron y sus autores deberían saberlo. Es lo mínimo que debería ocurrir en el marco de un concurso que se supone es para buscar a los escritores que tienen condiciones para desarrollarse como tales y estimularlos.

Le decía a Krina que voy a enviarles correos personalizados a aquellos compas cuyos libros revelan algún talento o destreza, para darles una palabra de apoyo o estímulo, y con eso creo que quedará solventado este asunto. Pero van de todas maneras mis observaciones a la editorial:

1) No veo ninguna razón (estoy seguro de que no la hay; tan sólo leo una norma vacía y sin sentido alguno) para que Monte Ávila restrinja de una manera tan tajante la posibilidad de que se hagan públicos los nombres de autores y obras muy buenas que no fueron premiados. Que la editorial limite el número de obras a ser publicadas, se vale y se entiende desde el punto de vista presupuestario. Pero que esté prohibido publicar en el veredicto la decena de libros arrechísimos que leímos me parece un gesto que niega la intención del concurso. No veo por qué tiene que ser un asunto confidencial, interno y secretísimo de Monte Ávila el hecho de que a Orlando, Krina y el Duque nos gustaron unos cuantos libros aparte de los ganadores. ¿Qué gana la editorial con hacer punto de honor en la consolidación de una imagen de institución hermética y misteriosa? ¿En qué los afecta el que por facebook o donde sea se hable de menciones, finalistas y tal? Sí, ya sé que la figura "no existe" en el sistema ritual de la editorial, pero ¿en qué los afecta que se propague este tipo de cosas?

2) Lo otro no es una observación a ustedes específicamente, es más bien una reflexión que les extiendo a todos a ver si la discutimos, la desarrollamos o tan sólo la comparto (me sirve para socializarla). Yo creo que a estas alturas de nuestra historia rumbo a la democracia directa, y en el punto en que estamos en materia de tecnologías de la información, va perdiendo sentido el que sigamos manteniendo el trámite de los concursos como método para convocar, "descubrir" y publicar autores y obras. La noción misma de competencia niega de plano el tipo de sociedad que estamos en el trance de construir: una donde yo no soy mejor que mi hermano y por lo tanto no necesito demostrarlo y mucho menos ante un gran jurado que dictamina que mi obra es "superior". En un certamen donde participaron 40 obras hay tres ganadores, y eso sería más o menos digno de aplauso de no ser por el complemento de la noticia: hubo 37 perdedores. Para colmo, de esos 37 perdedores hay unos cuantos con talento y garra pero la editorial considera que difundir sus nombres no procede. Tres ganadores y 37 frustrados: así se construyó la tragedia planetaria llamada capitalismo, mediante procedimientos malsanos que me quieren hacer creer que vivir en sociedad es lo mismo que vivir en la selva: sobreviven los más aptos, y los demás pues que coman mierda, ¿quién los manda a ser inferiores?

Les dejo eso, pues, a ver si damos esa discusión o la dejamos de ese tamaño.

domingo, 25 de abril de 2010

Instrucciones para ahorrar energía

Esta es de José Rondón, el compa nonagenario del Arca de José, singular casa-proyecto de vida allá en el páramo.
Al hombre lo tropezó un carro hace un par de meses y le fracturó un brazo. José se siente cansado, dice que sabe que es un anciano y necesita ciertas comodidades. "Yo siempre he vivido al ritmo de mi edad", dice. "La habitación que tengo ahora para dormir ya me está quedando incómoda: tengo que subir 21 escalones para llegar allá arriba. Voy a hacer una nueva habitación en donde está aquel balcón. Hasta ahí sólo tengo que subir 6 escalones".
"Será distinta a todas las demás habitaciones que han visto en la casa. Si quieren se vienen para enseñarles esa técnica, cómo trabajar con esos materiales".
Ya lo sabe: si siente que llegó la vejez y se siente cansado, construya una habitación donde pueda llegarle con más comodidad. Eso es adorar el descanso.

martes, 23 de marzo de 2010

Candelas de verano

No sólo el Ávila: la vegetación arde en verano en toda Venezuela. Quien quiera toparse con un incendio sólo tiene que estar despierto.
Este nos agarró en El Cogollo (Cojedes) el 25 de febrero, 1:30 am (video de José Manuel Armas):


miércoles, 17 de marzo de 2010

Nombres

Las carreteras venezolanas están llenas de hitos para el recuerdo. Cuando llegan los inevitables momentos en que la contemplación gana la partida comienza uno a detenerse en detalles como por ejemplo los nombres de los pueblos y caseríos. En la belleza de algunos, en su sonoridad (sin esfuerzo me remonto a Curimagua, Tucaní, Capatárida), y a veces también en los que desafinan, o tal vez es que lo agarran a uno con el oído desprevenido (Turturia, Bobures, Burere).
También están los nombres que lo enganchan a uno, no por su sonido armonioso o "desafinado" sino por la calidad de lo que evocan. Tengo estos, a uno y otro extremos de las preferencias:

Agua Hedionda (Guárico)


El Desengaño (Falcón)

martes, 9 de marzo de 2010

Adobes, conversa, canto, Cayapos y Tiuna El Fuerte (El Cogollo, Cojedes)

Temprano, tipo 6 am, preparando la tierra, la paja y el sancocho, y jodiendo:


Pisando barro y jodiendo:


Utilizando los moldes para los adobes, y jodiendo:


Llenando una carretilla con barro, y jodiendo:


Usando el molde, grabando, echando fotos y jodiendo:


Free Style con cuatro, mandolina, tobo, botella y maracas:


Hip Hop con cuatro y mandolina:




La hora de la conversa, en serio y jodiendo:







































La palabra

Ramón Mendoza me recordaba en estos días que en al principio fue el verbo, que al menos eso dice uno de los mitos fundacionales más galvanizados en nuestro subconsciente. Que es preciso serle responsablemente fiel a su contenido. Uno sabe que la acción no debe traicionar lo que el verbo echa a rodar por las calles y las conciencias. Pero tiene que producirse un percance doloroso o entristecedor para dar con toda la rotundidad de ese desafío. ¿Lo pensaste y lo dijiste? Hazte responsable de ello ahora. El pensamiento también es palabra.
Puedo decirlo sin pudor y sin modestia: esta palabra es poderosa, es cautivadora, es inmensa. Tanto, que cuesta mantener la lealtad a su estatura. Es la tarea revolucionaria de la segunda parte de mi vida: parecerme a lo que escribo.
Jamás seré idéntico a este verbo, pero en el banquillo de mis adentros pongo la promesa de no volver a traicionarlo, porque les duele a quienes me colocan en el mismo pedestal de mi palabra, y me duele profundamente a mí.
En esa dirección vamos caminando.

lunes, 1 de febrero de 2010

Breve memoria del breve encuentro con Tomás Eloy Martínez y Susana Rotker

Del Tomás Eloy Martínez periodista, editor, novelista y humano se están ocupando desde ayer todos los medios de información de habla hispana, y seguramente otros de distintos idiomas. Eso le queda a la gente (ilustre o no) cuando muere, aparte de la tumba y lo óseo inmortal: las recordaciones y palabras de los vivos. Yo quiero evocar, como aporte mínimo a esa memoria, un par de detalles del momento y forma en que me tocó cruzar palabras con este caballero. También la impresión que me causó quien fue su esposa, Susana Rotker.
En octubre del año 1999 se organizó en Cuernavaca, México, un encuentro de especialistas en violencia urbana. A la profesora Susana le pareció que yo tenía algo que decir en ese encuentro (había leído mis crónicas policiales y antipoliciales en El Nacional, aquella sección llamada Guerra Nuestra), así que me contactó vía Boris Muñoz y Ana María Sanjuán, y allá fui a parar, con mi librito de crónicas bajo el brazo. Uno ha visto y conocido cientos de mujeres hermosas y dulces en la vida, cómo no. Pero no tengo forma de olvidar aquella actitud con que me recibió la Rotker (las manos en la cintura, la cabeza ladeada, la punta del pie derecho golpeteando el piso, mirándome por encima de los anteojos, con el gesto de la maestra que te espera para regañarte o reclamarte la travesura del día; una mueca de: Así que tú eres el bicho) y ese apretón de manos. Mierda, qué hermosa era la profe.
Para esa época yo todavía guardaba ese incomprensible y temeroso respeto que todo marginal guarda (¿guardaba?) hacia la academia y los intelectuales, y el resultado fue que hice silencio mientras los demás desarrollaban sus teorías e interpretaciones de la violencia criminal en las capitales latinoamericanas. Ellos hablaban; yo respondía que estaba de acuerdo o no, según fuera el caso.
La profesora, quien me había recibido muy entusiasmada, se decepcionó un poco (me lo dijo Boris más tarde). Al tercer día del encuentro me dio la impresión de que todos se estaban medio arrechando conmigo. Una muchacha gringa, asistente de Rotker, al principio me saludaba por cortesía y de pronto ni siquiera saludaba. Todos esperan del cronista de la violencia un ego de tamaño y lentejuelas suficientes para un despliegue de cuentos y análisis, y en cambio lo único que obtuvieron del Duque fue un desesperante catálogo de monosílabos. Hasta que llegó el momento en que me tocó leer una crónica caraqueña (ya habíamos oído relatos criminales de Medellín, México DF, Bogotá). Escogí una donde un escuadrón de tombos mató al muchacho equivocado: estaban buscando a un azote y ajusticiaron en su casa a un chamo sin líos con la justicia. Lo narré en clave malandra para recrear lo más fielmente posible la atmósfera del barrio, y la actitud de los señores especialistas cambió un poco. Susana me regaló media sonrisa. La muchacha gringa me ofreció un vaso de jugo. De naranja. No recuerdo la marca.
Creo que fue al cuarto día del encuentro cuando se presentó Tomás Eloy Martínez, y tuvo la ocurrencia de ponerse a hablar de lo jodida que se estaba poniendo la Venezuela de Chávez, y entonces se me desaparecieron los monosílabos. Como dice el Cazador Novato: le zumbé más lengua que un perro a un caldero e caldo. El escritor quiso impresionar al auditorio (y lo logró: era un auditorio de investigadores de clase media) con la leyenda urbana de moda: que los venezolanos no se atrevían a hablar con sus panas extranjeros sin quitarle la pila al celular, porque la Disip los estaba escuchando y grabando a todos. “Ajá”, le repliqué, “¿y cuántos son y dónde están los millones de espías que nos escuchan 24 horas a 25 millones de venezolanos?”. Al final el hombre dijo que la única certeza que tenía era que Venezuela estaba dividida en dos toletes desde que Chávez estaba en el poder (tenía menos de un año en la presidencia), y que eso era preocupante en un país con tradición democrática y desapego total de las guerras civiles, etcétera.
Al final supuse que mi participación y mis aportes al encuentro pasarían al anecdotario del mismo con más bostezos que afecto. Seguramente fue así, pero el profesor Tomás Eloy les dedicó a mis escritos un par de menciones en sus artículos, brevísimas pero positivas, creo (El periodismo vuelve a contar historias) y Susana Rotker unos comentarios que me conmovieron. Ah carajo: me estremecieron. Aparecen en la compilación de trabajos de aquel encuentro, titulada Ciudadanías del miedo, y dentro de ésta, un texto suyo, Nosotros somos los otros. Nunca pude agradecérselo personalmente, porque esa recopilación apareció luego de su muerte. Meses después del encuentro un carro fuera de control se llevó su fragilidad de maestra de escuela, le arrebató al mundo su inmensa ternura, en una calle de Nueva Jersey. Tomás Eloy Martínez andaba con ella. Siempre me espantó la gélida dureza del tono en que escribió la crónica de ese episodio.
En ese mismo encuentro conocí a Fernando Pizarro (maraca de señor investigador colombiano, perseguido político, hermano del inolvidable mártir del M-19), a Alonso Salazar, quien luego fue alcalde de Medellín, y antes autor del clásico de la literatura testimonial “No nacimos pa’ semilla”; a un José Navia, buen periodista también colombiano.
Y conocí a Susana Rotker. La profesora Susana.
Recuerdo que días después le escribí a su correo electrónico un mensaje tendencioso, más atrevido que galante, en el que le hablaba de cuánto me habían impresionado su belleza y su personalidad. La profe no respondió nunca ese correo. Hasta que llegaron los días infames de la tragedia de Vargas (15 de diciembre de 1999 y siguientes) y me escribió preguntando por familia y allegados: “Dime cómo y en qué medida puedo ayudar”. Fueron las últimas palabras que me dirigió.
***
Esta post-data no tiene que ver específicamente con los profesores Tomás Eloy y Susana, pero en estos días de pérdidas y partidas he estado pensando en las muchas formas en que uno pierde a la gente querida: porque cortan o cortamos la comunicación, porque envejecemos y ya no somos los mismos; porque nos arrechamos, porque mueren o morimos, porque se van o nos vamos, porque nunca estuvieron o nunca estuvimos. Y pana: a la gente que uno quiere tiene que decírselo. Ese simple gesto a veces tiene consecuencias y a veces no. Pero a la hora final uno no debería quedarse con el lamento miserable de no habérselo dicho nunca.

miércoles, 27 de enero de 2010

Hasta la victoria siempre, comandante de la alborada

Acabo de enterarme, por un correo que me envió Raúl Cazal, y luego por una conversa con él mismo, de la muerte de su padre, Joel Atilio Cazal. A la hora de los resúmenes enumerativos da arrechera tener que encasillarlo así para su presentación: paraguayo, militante tupamaro y de las más altas causas del ser humano, fue editor de la revista Ko-eyú Latinoamericano (Ko-eyú significa "alborada" en guaraní). En el año 75, herido y preso en el hospital militar de La Asunción por el crimen de ladrarle en la cara a la dictadura de Stroessner y a todas las dictaduras del cono, se fugó de esa mierda y pidió asilo en Venezuela. En 1979 fundó la mencionada revista, ejemplo para las publicaciones alternativas en el país, en un tiempo en el cual andar repartiendo revistas y llamándose comunista era un crimen que se castigaba con persecución, allanamiento, cárcel, coñazo y con la muerte, y a veces con todos esos castigos.
Pero para las cuestiones del afecto y la recordación debo agregar que este sujeto fue el primer revolucionario internacionalista que conocí, el primer ser humano al que vi entusiasmado con una computadora (en el año 89: la prehistoria de estos artefactos), el que me mostró la existencia de la obra de un Ricardo Carpani, tan desconocido como inmenso. Sus hijos (Raúl y Arturo) los primeros cuadros en formación con los que compartí algo remotamente parecido a la militancia en el liceo Fermín Toro, por allá por los años 1981-1983. Ellos editaban un periódico y yo otro aparte, digamos que era la competencia. Con el tiempo todos seguimos en lo mismo, en el rol de comunicadores, y las muchachas (Rocío y Mariana) también. Lo mismo Blanca, la esposa y madre, doña que igual organiza el hogar y se monta a ayudar en la edición de las revistas. Así que por mucho que uno ande separado siempre quedan los residuos de aquella vieja y rara hermandad.
Creo que al final no escapé de la manía enumerativa. Y eso que estoy en un tiempo de ruptura con esta ciudad, y eterarme de la muerte de uno de los primeros seres que me deslumbraron aquí viene a ser una señal más de que Caracas ya no me pertenece, no me necesita, no me dice nada que no sea rabia y dolor. Quiero corregirlo con un testimonio emocionado, y no hay emoción más pura que la del hijo que despide al viejo roble caído. El texto de abajo lo envió Raúl Cazal a los amigos, y yo voy a socializarlo.

Se titula como titulé esta entrega:
Hasta la victoria siempre, comandante de la alborada

Les escribo para decirles que papá acaba de fallecer. Hace 8 meses aproximadamente le detectaron que tenía metástasis en el hígado debido a la aparición de un tumor gástrico que resultó maligno. Éste tumor se detectó muy tarde, lamentablemente.

Él no quería que nadie supiera de esta enfermedad porque es un hombre de hierro y aguantó todo el sufrimiento y no flaqueó hasta el minuto final. Tenía mucha esperanza y logró sobrevivir todos estos meses con entereza. Se sometió a la quimioterapia que le ayudó a vivir hasta que su cuerpo no respondió mas y eso fue hace apenas unas horas.

"Vámonos Patria a caminar / yo te acompaño…" era uno de los versos de Otto René Castillo que gustaba pronunciar. Camino a la consulta del médico se lo recordaba y seguramente con esos versos se fue...

Era un grande, un hombre de hierro, no se dejó amilanar por nada ni por nadie. Venció a la muerte en más de una oportunidad y en ese trance, en esos momentos en que ya se iba, le decía que debía fugarse nuevamente, como lo hizo de la dictadura de Stroessner y de sus torturadores en Uruguay. Le repetía que mamá ya estaba en camino con Arturo. Le imploraba que no era de morir y que ya venía Mariana y Rocío. Pero sólo pudo esperar a mamá que llegó con Arturo. Abrió los ojos nuevamente, respiró y se fue con toda la entereza. Sin quejarse, pero siempre con los ojos bien abiertos.

Queda en la memoria de todos los que lo queremos y admiramos.

Hasta la victoria siempre, Comandante de la alborada


Raúl