lunes, 18 de julio de 2011

Separarnos para querernos mejor






A propósito de: Monte y culebra, o muerte

Hoy quiero hablar de un prejuicio y de cómo he logrado derrotarlo. La navegación a sangre y pulso a través de ese prejuicio tiene aspecto de dicho popular: “Monte y culebra” es una señalización falsa, pero como nadie la ha quitado de esa avenida por donde pasamos todos los venezolanos entonces quiero darle uso o al menos dejar constancia de que estoy viéndola. Que no se me hace imperceptible como a la mayoría de la gente que conozco. ¿Desde cuándo nos creemos o aceptamos el contenido de ese espantoso (y racista) dicho? No lo sé, pero tengo un dato: la anécdota fundamental de la novelística venezolana sugiere que la civilización está destinada a barrer a la barbarie. A los defensores de este atavismo se les olvida que la barbarie no está en los conucos sino en las balaceras de los cerros. Creo que la historia nos está proporcionando las claves (y los tiros) para empezar a entender el fenómeno desde otra perspectiva, pero “Doña Bárbara” sigue siendo lectura obligatoria y ha sido endiosada como emblema de la venezolanidad. Por lo tanto será difícil que los niños de ahora y los del futuro crezcan con otro ejemplo de humanidad instalado en el subconsciente. Santos Luzardo seguirá ganando la pelea un rato más: nadie quiere ser campesino, todos quieren ser cosmopolitas.
Así que esta columna será la bitácora mínima de un provinciano que quiso volverse caraqueño y al final, o de pronto, descubrió que para tenerle afecto a Caracas (o al menos para no odiarla) no hay que hacer ese intento sino más bien reafirmarse en el carácter de observador foráneo o transeúnte. Como ciertas mujeres que nos quisieron o nos despreciaron (o primero una cosa y después la otra) Caracas duele en el cuerpo pero arrulla en el recuerdo.
Este ejercicio es un vistazo a la ciudad desde una nave que se aleja, o que va y vuelve. Atarse a una ciudad que ya te hizo arrechar demasiado equivale a prolongar un matrimonio o rejunte que fastidia o atormenta y por lo tanto ya no vale la pena; es bueno conservar las relaciones hasta que la pareja te arranca el primer bostezo o la primera lágrima. Insistir en sostener esa tortura, intentar atajar las piedras de ese derrumbe, es estúpido; ver a la tipa (y a la ciudad) ocasionalmente puede dar mejores resultados, menos dolores.



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El prejuicio se compone de dos elementos, y por cierto que no he sido el único en padecerlo. El primero tiene que ver con la automática animadversión que se produce entre el caraqueño y el provinciano, nomás presentarse un capitalino en el pueblo “de uno” o arribar un sujeto de provincia a Caracas. Y el otro es la ignorancia de los verdaderos resortes que mueven a ese conflicto forzoso. Es verdad que el ser humano tiende a dividirse en clanes y que casi todos tienen origen en la territorialidad, ese dato animal o cultural que nos lleva a considerarnos distintos (ah carajo: mejores) que los del lado de allá, los de la otra ciudad, pueblo o país; los del otro barrio, la otra escuela, la otra cuadra. El capitalismo ha estimulado ese tipo de diferencias intangibles y de él se alimenta buena parte de la industria del deporte: los equipos regionales tratan de demostrar a batazo, puño o velocidad que Carabobo es superior al Zulia, que Aragua no arruga ante el Magallanes (ese raro ejemplar, hijo traicionero de Caracas y defensor del estandarte valenciano) y que los judokas de Miranda dejarán “más en alto el nombre del país” cuando salgan a defender “los colores patrios”.
No es fábula. El dicho "Caracas es Caracas y lo demás monte y culebra" no es un simple eslogan: hay gente que cree, sostiene y defiende la tesis de la superioridad de Caracas por encima del resto de los pueblos y ciudades. ¿Regionalismo simple, con la ventaja de que en Caracas confluyen más recursos, más referencias históricas y mediáticas que en cualquier otro lugar de Venezuela? Probablemente. Y cuando alguna región aventaja a la capital en algún rubro tipo “cantidad de presidentes nacidos en”, el resultado no es admiración y reconocimiento sino fobia y desprecio, y mejor no ponernos a hablar del racismo antiandino que galopa, no sólo en Caracas sino en todo el país.
Ahora, ¿la respuesta correcta a eso debe ser pagar desprecio con desprecio? La historia humana indica que no. Y por fortuna acá nos la hemos arreglado para convertir algunos sentimientos malucos en simples chistes. Relajarse en lugar de revirar.


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¿Remedios contra el prejuicio anticaraqueño? En primer lugar, la constatación de que ser caraqueño ya no es lo que era antes. Que el mestizaje y la hipermezcla han convertido a esta ciudad embravecida en algo muy frecuente en las grandes capitales: ya no es tan fácil referirse a “el caraqueño” como alguien nacido acá, porque Caracas es asiento de gente de todas partes, y vaya si ha sido enriquecedor y maravilloso ese confluir de gente. He hecho, a título personal, una especie de encuesta entre casi todos mis amigos y conocidos. El resultado: apenas una persona me informó que es hija y nieta de caraqueños. Así que Sandra es la persona más caraqueña que conozco, pues carga dos generaciones de progenitores caraqueños atrás. Del resto de los encuestados, los nacidos aquí tienen algún ancestro cercano (padres o abuelos) que vinieron de otra parte. El “caraqueño” que habla a favor de Caracas y contra lo demás, que es monte y culebra, tiene en realidad en su cuerpo otras querencias: "El amor al terruño es indestructible, porque nuestros cuerpos están hechos, desde el nivel molecular, por elementos de la tierra donde nacemos. Eso que comieron AQUI nuestros padres se procesó molecularmente en sus cuerpos y se convirtió en esto que somos. Por eso, donde quiera que viajemos y hagamos vida, somos un pedazo ambulante del terruño". Palabra de José Rondón, viejo patriarca merideño.
¿De qué están hechos entonces los caraqueños y el afecto a Caracas, si lo que comieron y comemos no se produjo en Caracas sino en miles de lugares distintos? Caracas síntesis: Caracas es el llegadero de todos los venezolanos, de muchos extranjeros, del monte y la culebra.



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Palabra de nómada: he de revolcarme con Caracas muchas otras veces, pero no me casaré con ella. Es la única forma de seguir queriéndola.