lunes, 19 de enero de 2009

Guacucos en el río

El río Guarapiche atraviesa el estado Monagas (oriente de Venezuela). La gente que vive en su cuenca prepara unos sancochos de fábula con un pescao muy feo y muy sabroso: las guaraguaras son unos monstruos de agua que se pasan la vida pegados de las piedras, hasta que llega un depredador (animal o humano) y se lo devora. Aparte de guaraguaras, el río abunda en caribes, rayas, guabinas y demás especies tropicales. Hasta el año 2006, cuando apareció un habitante que jamás se había visto en esas aguas: unos guacucos muy parecidos a los que se sacan en el mar.








No siempre son buenas las novedades. En lo particular, me sirvió de terapia relajante, pues estuve todo el día sacando vainas de estas para preparar un hervido más o menos sabroso. Pero hay algo anormal en todo eso, algo contra-natura.
Ojalá no tengamos noticias ambientales graves en ese río al cabo de un tiempo.

domingo, 18 de enero de 2009

Adiós al Pulpo

Publicado originalmente en El Discurso del Oeste,
el 18 de octubre de 2008.
Se murió el viejo Ezio Duque, mi papá. Ocurrió el 9 de septiembre. Y la semana pasada se fue tras él la mujer que me crió de pequeño, la señora que me enseñó a leer y a escribir, una madre de emergencia llamada Bertha Rodríguez. La pobre entró en una dura depresión por la muerte del Duque y sucumbió a la tristeza. El acta de defunción dice otra cosa más técnica y clínicamente exacta, pero la verdad es esta: la vieja murió porque murió el viejo.

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El Duque se llevó un puñado de historias, la personalidad más avasallante, el fenómeno físico y sicológico más asombroso que he conocido hasta la fecha. Yo he conocido gente de enorme fuerza interior y corporal, de gran reciedumbre de cuerpo y mente, y he conocido almas dulces y nobles. Pero nunca he sabido de nadie que albergara ambas cualidades humanas: la capacidad física y mental para destruir y doblegar a la adversidad, y la vocación para hacer el bien. Y también para cometer equivocaciones monumentales. Vaya que se equivocó Ezio Duque. Vaya ejemplar humano.
Mi papá era un carajo enorme, con el gocho y el negro a flor de piel, profundamente intimidante y profundamente bueno. ¿Ya lo dije? Sí, creo que ya lo dije. Es probable que lo repita unas cuantas veces más.
Con la mitad de esa maquinaria vital yo habría conducido una revolución de verdad hace rato. Yo solo con los tres o cuatro seres iguales o parecidos que debe haber en el mundo. Él no pudo ni quiso porque su visión de la política era más bien simple y pragmática y le ladillaban los enredos teóricos y retóricos. No podía ser un buen político quien me inculcó la importancia de decir las vergas en lenguaje llano, simple y duro. Muy mal político hubiera sido quien tronaba las verdades más bellas y también las más monstruosas en alta e inteligible voz, mirando a los ojos del interlocutor y obligándolo a confrontarse consigo mismo. Quien se plantaba frente al Duque a discutir cualquier cosa a los dos minutos ya estaba bajando la cabeza, desmoralizado, y desviando la ruta de la conversa, haciéndose el güevón.
Yo sé que todo esto suena a homenaje patético y gratuito a alguien a quien se adora, pero necesito decirlo con estas palabras y no con otras: mi viejo te fulminaba porque era incapaz de mentir, era totalmente inútil para engañar, para hacer fintas, para trazar alguna estrategia exitosa. Nada de ajedrez: el Duque era un tanque de guerra, o quizá un tractor, palante es pa allá y si te atraviesas te jodiste. Me dan risa los que piensan que José Arcadio Buendía era un carajo imponente.
Algo de esa pulsión heredamos sus hijos, algo de esa secreta potencia. Pero este caballero de 1 metro 90 de estatura, vozarrón telúrico y apego patológico a la justicia, al trabajo y a la bondad, se me antoja irrepetible.

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El Duque fue camionero fundador de Aerocav, la compañía de encomiendas. Creo que fue en el año 52 cuando llegó allá a ofrecerse como caletero, pero un día le dieron la oportunidad de manejar uno de aquellos bichos marca International y a partir de entonces se pasó su buen medio siglo rodando por las carreteras de Venezuela. No había pueblo, caserío, vía alterna o camino verde que no fuera capaz de recordar casi curva por curva. Varias veces entablé con él duelos de memoria a ver dónde quedaba la población tal, la esquina equis en Caracas, la forma más rápida de llegar a San Juan de Los Morros viniendo de oriente. Marinero del asfalto, en cada puerto dejaba amores, recuerdos y muchachos. De sus hijos, Julio César es el que más se le parece y anda en lo mismo que él, bebiéndose los aires del país a bordo de una gandola de cerveza.

Fue en Aerocav donde lo bautizaron El Pulpo, porque a pesar de su condición de camionero (hay jerarquías en esas líneas de encomiendas) no se le quitaba el placer de retar, impresionar y destruir la moral de los demás caleteros a punta de hazañas de terror: el hombre podía cargar una nevera, una lavadora u ocho cajas grandes en un solo envión y subirlas en la maldita gandola. De chamo lo acompañé en más de una travesía, y no tengo que esforzarme mucho para entender que mi manía compulsiva de coger carretera hasta que el carro pida perdón me viene de aquellas jornadas de horas, madrugadas, días, kilómetros y soles de recorridos. Tampoco tuve que esforzarme mucho para encontrar la canción más obvia con que homenajearlo:




Esos son quizá los recuerdos más intensos que guardo de su compañía: los viajes que se hacían eternos, el aprendizaje a mansalva de lo que era partirse el lomo para ganarse el pan.
También estaba la forma quizá inconsciente en que ejercía su rebeldía de clase. Allá en Carora hizo magia para comprar una casa en una zona llena de comemierdas de clase media y aristócratas venidos a menos, ese tipo de gente que cree que la sangre azul se adquiere o se manifiesta a través de la falsa cortesía de quien da las buenas tardes sin voltear a mirarte, la asistencia puntual a misa y ese remilgo insoportable del pendejo que se cree superior. Mi papá los desafiaba y los silenciaba, sobre todo en las tardes de sábado y domingo en que se instalaba a engrasar o reparar el motor de su camión, en plena calle de la "nobleza" caroreña, y cada vez que una tuerca o una pieza se le ponían difíciles echaba unas mentadas de madre que retumbaban a tres cuadras, "El coñísimo de tu puta maaadreeee".
Yo siempre disfruté de esas afrentas por intuición de muchacho malo que goza con la incomodidad ajena. Luego, cuando tuve una mejor conciencia del "problema", lo disfruté más: los Duque éramos unos pobres transplantados en un mundo de gente rica o que creía serlo. Unos invasores, unos indeseables. A las "familias de bien", a los profesionales, militares y hacendados de los alrededores les molestaba aquel simple trabajador lleno de grasa, aquel energúmeno cuyos insultos bárbaros y dolorosos a pulmón pelao marchitaban las cayenas en toda la cuadra. Estoy seguro de que el tipo y su familia les inspirábamos respeto, miedo o repulsión, o las tres cosas a la vez. Éramos el Guasón en la película de Batman, Los Monsters en la plácida y conservadora sociedad, la pata de cucaracha en el plato de atol.
¿Conciencia de clase? El hombre intentó (sin éxito, al menos en vida) hacerme entender que el trabajo es una cosa buena y necesaria, y logró inculcarme algo esencial: hacerlo para enriquecer a otros es una pérdida de tiempo; trabajar para la gente querida, sin jefe ni horario, es lo más parecido a la felicidad.

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Aunque en el último año lo visité más que en años anteriores, me duele no haber disfrutado más de su sabiduría y no haberlo puesto al tanto de mi propio crecimiento. Despechado porque sus hijos mayores no lo visitábamos y arrecho con los menores porque los veía todo el tiempo (fueron éstos quienes lo soportaron, lo quisieron y cuidaron de él en sus momentos finales), entabló una profunda amistad con Juan Carlos, el hijo de su compadre Gabriel. Imposibilitado ya para manejar, se fue de copiloto con este compa a quien consideraba el hijo ideal, para ver las señales de una Venezuela distinta a la que él había conocido de punta a punta: fue a ver el segundo puente sobre el Orinoco, se montó en el tren Caracas - Valles del Tuy; fue a ver el Viaducto 1 no más para luego restregarles en la cara a sus panas escuálidos lo arrecho que había quedado ese puente.

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Nuestras últimas conversas y sesiones transcurrían con bastante serenidad y cordialidad (cosa casi imposible en otras épocas). Me impresionó y me aleccionó su actitud ante la proximidad de la muerte. Básicamente, tenía conciencia de haber vivido intensamente sus 72 años y por lo tanto la llegada de "la doña" (así llamaba a la hora final) era un asunto que no lo angustiaba. Supe de gente con familiares enfermos que acudía a él para que los consolara con su fulminante lógica de sentenciado digno. Nada mejor para el ánimo y la resignación que ver y escuchar a un hombre asediado por tres enfermedades mortales, burlándose del cáncer porque "La diábetes es la que más me jode: ahora no me puedo tomar un refresco porque me mareo".
Una de las últimas veces que fui a verlo le puse al teléfono a Alicia (a quien llamaba en joda "María Corina", por su presunto parecido con la Machado de Súmate). Ella le dijo: "Bueno, recupérese porque cuando vaya para allá quiero verlo como un toro".
Él respondió:
--Sí, como un toro, pero después de la faena.

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Me dediqué a sorprenderlo con la única cosa de este mundo capaz de lograrlo: la tecnología.
Hacía mucho tiempo yo me había declarado incompetente para enseñarle nada al pure, así que fue una delicia verlo maravillarse con la herramienta llamada Google Earth, con la magia de internet. Quise reeditar los viejos duelos de identificación de pueblos y caseríos, pero en la pantalla de la computadora, y descubrí un detalle: la intuición geográfica, el sentido exacto de las distancias y de la ubicación, el GPS biológico de este animal de las carreteras, quedaban suprimidos en presencia de un mapa: Ezio Duque anduvo por todo el país con los ojos cerrados sin tener nunca la noción de los puntos cardinales. Para él no tenía sentido hablar en términos de norte o sur, y cuando traté de explicárselo reconoció con grandes risotadas que para él el Táchira quedaba "más arriba" de Maracaibo. Le parecía incongruente que en el mapa de Google San Cristóbal se viera "abajo" y Maracaibo "arriba".
Luego le hice otras demostraciones menores: enseñarle a navegar por la página de Aporrea (de la cual oía hablar en VTV sin saber exactamente de qué se trataba) haciendo clic en los titulares que le interesaban, invitarlo a que pidiera cualquier clásico del boxeo de los 50, 60 ó 70 e instalarnos a ver esas peleas en Youtube; hacerle varios videos al lado de sus hijos y nietos. Al ver este video en particular me dijo, cuando estuvimos solos: "Verga, yo no sabía que me veía tan jodido". Jodido se veía. Pero nótese la risa y la voz, más recias y profundas que las de los jóvenes alrededor:



Cierto. Es quizá una de las pocas veces que lo vi bajar la cabeza.

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El día que le diagnosticaron el cáncer de próstata el médico no quería darle a él solo la mala noticia, así que quiso obligarlo a llevar a un familiar o acompañante. El Duque le gritó en la cara que no fuera pendejo, que él tenía derecho a saber qué verga era lo que tenía y que para eso le estaba pagando. El médico se arrechó, le llenó un récipe de mala gana y se lo entregó con las indicaciones de rigor: "Tómese eso hasta que se muera".
Varios meses después, cansado de ir a Barquisimeto a buscar sus dosis de pastillas, un médico amigo le informó que había una manera de ahorrarse el viaje y la medicación. Parece que cuando alguien padece de cáncer de próstata y ésta le es extirpada, los testículos siguen segregando una sustancia bastante tóxica, que es lo que contrarrestan la fulanas pastillas. La opción era extirparle los testículos. El viejo aceptó operarse y era un gustazo para él, además, preguntarle a quienes iban a visitarlo si querían verle las bolas. Uno se negaba y él soltaba la carcajada, porque igual las bichas estaban ahí a la vista en un frasco de mayonesa lleno de formol.
Luego vino la diábetes y con ella la letanía de la comida sana, sin azúcar, sin sal y sin nada. Y la sentencia del Duque: "Yo estoy viejo y me estoy muriendo, ¿encima me van a poner a comer monte?, ¿Por qué tanta tortura si igual me voy a morir?". Julio César le concedió la gracia de su última o penúltima voluntad: fumarse un cigarro, ir al restaurant del Morocho a meterse un churrasco sangriento.

***

Para llevárselo de este mundo tuvieron que confabularse el cáncer de próstata, la diábetes, la leucemia y una afección del corazón. Al ver que con semejantes sicarios no pudo quitarle ni el vozarrón, ni el insólito sentido del humor ni el aplomo con que esperaba a la muerte, la naturaleza le mandó dos ACV. Con el primero logró zamparle algunas alucinaciones, como el súbito temor a Dios y la visita de su madre, Josefa Lina, muerta 18 años antes. Con el segundo lo dejó sin voz y sin otras facultades. Fui a verlo allá en Carora dos días antes del desenlace. Me hizo una seña con la única mano que podía mover. La seña decía: "Estoy listo, esto se acabó".
Las únicas lágrimas de adulto que derramé en su presencia le hicieron coger un arrecherón y me pidió que saliera del cuarto. Le indignaba que los hombres mostraran debilidad.

***

Estuve en su funeral. No sé por qué me sentí tan bien cuando una gente le fue a cantar. Cargué su ataúd con mis hermanos para llevarlo a su lecho final, un cementerio nuevo en la vía Carora-Aregue desde donde se ve a lo lejos la serranía falconiana. Los entierros de ahora parecen más bien una faena de albañiles: cinco paneles de concreto y sobre éstos una mezcla de cemento. Sobre la mezcla unas flores, el llanto de uno, empequeñecido y triste a pesar de la enseñanza: "Prepárate, güevón, la muerte viene". Vendrá la muerte y tendrá sus ojos.
Dormí un par de horas y me desboqué a buscarlo por esas carreteras.
Lo encontré en la nobleza de mi hijo Alejandro, allá en Puerto Ordaz, a donde volé atizado tal vez por la estrofa final de aquella canción de Diomedes:




Encontré su rastro también en el sencillo, cruel y limpísimo sentido del humor de mi vieja viva allá en San José de Guaribe, mi mamá Natividad, la que me parió.
Lo encontré en los atardeceres, anocheceres y amaneceres de la carretera, viajando a 140 por hora y a veces a 20 y a 60, recreándome en la gastronomía de los pueblos, en los accidentes feos de la vía, en los nombres hermosos de las poblaciones de Venezuela.
Y lo encontré finalmente casi exactamente retratado en una canción que a ratos se le parece, que a ratos se me parece, que nos recoge en espíritu y en personalidad, así nada tengamos que ver con hatos, vacas y faenas del campo:



Poder de disuasión

Pubicado originalmente en El Discurso del Oeste, el 8 de abril de 2007.

Dudo que en toda Venezuela consiga el conductor que sale a viajar (es decir, a jugárselas a ver si regresa vivo de su viaje) una advertencia tan conclusiva, diáfana y lapidaria como esta:



El letrero se encuentra a varios kilómetros de San Carlos, estado Cojedes, rumbo a San Rafael de Onoto (Portuguesa). Quiero decir: se encontraba, porque al regresar tres días más tarde pudimos ver que el letrero había sido derribado... por un vehículo que se salió de la carretera justo en ese punto. Hay otros idénticos en varios lugares de Cojedes, pero este en particular, el de la fotografía, quedó partido en dos. No nos detuvimos a tomar esa fotografía.
Parece que el poder de disuasión que da la contundencia no es suficiente para evitar tragedias. Seguiremos muriendo en las carreteras del país mientras averiguamos qué otra cosa hace falta.
Por supuesto, ya vendrán los sabios de la derecha a explicarnos que Chávez es el responsable de esas muertes. Al igual que la locura homicida de la proliferación automotor, la enfermedad del Todo-es-culpa-de-Chávez parece que tampoco tiene cura.

El accidente de la vía de Clarines (Anzoátegui)







Carora, a secas

Publicado originalmente en aquel entrañable y maldecido blog, La Casa del Perro, el 26 de marzo de 2006.

De vez en cuando voy a Carora, el pueblo donde nací. De vez en cuando significa, en el idioma de quienes nos acostumbramos a sembrar raíces pero no a aferrarnos a ellas, algo así como seis o siete veces en los últimos diez años. No más que eso; el desarraigo viene en envoltorio de ingratitud, y eso pega. De vez en cuando.
Siempre que regreso allá (esta semana lo hice) entro en un interesante túnel del tiempo; a mi viejo lo encuentro más viejo, más enfermo y más digno, y al pueblo lo encuentro más grande y más ciudad. Pero por allí permanecen, inalterables, los detonantes del recuerdo.
Hace unos días hablaba, en mi blog sobre música de años pasados, del cine Bolívar. Fui a su encuentro, y aunque ya no existe queda un letrero con su nombre adosado a la pared.
También me reencontré con la demoledora soledad de La Otra Banda, en esa carretera larga, angosta y calcinada que lleva a los viñedos de Altagracia. El tiempo estaba nublado, evento muy extraño en una región que normalmente arde a 40 grados. No resistí la tentación de hacer unas fotos en blanco y negro, los matices que hablan de los tiempos idos.
la otra banda
la otra banda(2)

Luego, en la carretera Lara-Zulia, la emboscada mayor hecha cosa concreta en los nombres de las haciendas y pueblos cercanos: un recorrido de cien kilómetros me bastó para desengavetar de los sótanos de la mente esa sonoridad que relampaguea en forma de voces indígenas: lo que recuerdo de Carora está impregnado de Sicare, Puricaure, Sicarigua, Los Quediches, Los Arangues, Morere, Aregue, Burere, Curarigua, Guarimure.

Sicare

En estos días se celebra además un concurso internacional que lleva el nombre de Alirio Díaz, posiblemente el caroreño más universal. Un mural de Dalita Colombo lo convirtió en emblema inseparable, ya no de la cultura sino además del paisaje ciudadano:

aliriodiaz