lunes, 24 de agosto de 2009

El Cazador Novato

Creo que es normal (no debería, pero lo es) que uno acuda al encuentro con las leyendas de su niñez (si uno supo amoldarse a todo esto vía educación sentimental de radio y televisión y toques llaneros underground, son también las leyendas de Venezuela) con actitud reverencial, o casi. Uno se la da de irreverente y de arrecho pero a la hora del pao la pinga, las leyendas se respetan. Este tipo es patrimonio cultural de Los Llanos de Venezuela y Colombia, y por lo tanto de la humanidad.
Con esa actitud fui a Altamira de Cáceres a buscar al Cazador Novato (alias Rafael Martínez), y me cagué de guapo cuando Ramón Mendoza decidió grabar, cámara de video por delante, el momento en que se acercaba al cantautor para saludarlo. ¿Y si se arrechaba el hombre y suspendía el encuentro y la entrevista? ¿Y cómo no acercarse con esa actitud a alguien que pertenece al pueblo llano (y al Llano-pueblo) en la misma medida en que pertenece a la memoria colectiva de un país?
Estamos hablando de un tipo que habla-recita-declama con este tono veguero, en este idioma específico e inmenso que es el castellanero (castellano-llanero), que inquieta y toca las fibras que te unen a la tierra:


Y también en este otro, que te hablan del bicho jodedor y cimarrón que en el fondo es:


Un tipo que en su juventud exhibía esta garganta poderosa, e iba acompañado del arpa también poderosa y eximia de un Eudes Álvarez; arpa tan poderosa y eximia que casi opaca la voz del cantor. No se pierdan lo recio del grito inicial, la caótica crónica de un acontecimiento olvidado (una rebelión indígena y una masacre, primero a cuchillo y después cultural) y sobre todo zambúllanse en el solo de arpa con su respectivo bordoneo. La descarga comienza en el minuto 1'30, cuando calla el Cazador y comienza la verdad del pajarillo. Y les advierto: si usted no lo está viendo en persona es mejor que le ponga todo el volumen a su maldita computadora, para que la experiencia valga la pena:



Al final el tipo es más humilde que el coño, abierto a la conversa franca. Y a eso nos aplicamos con Gino González, Pedro Ballesteros, Ramón Mendoza, Jorge Vásquez y Daniel Daniels. Los tres primeros, Cayapos en busca de la Venezuela que casi se nos pierde, y los dos últimos reporteros de Ávila TV a quienes llevé para que hicieran el registro de esta voz. Tuve ese privilegio: verlos y oírlos tocar y cantar en improvisación colectiva. Y además la conversa larga y sin más tapujos que el corto tiempo.




***

Pero ya va, que se me quedó corta la reflexión de arriba. Leyenda es leyenda, y siempre las leyendas se alimentan (o son alimentadas en el imaginario popular) con buenas dosis de datos míticos, no siempre malignos y no siempre sanos. En el caso de Rafael Martínez, uno de los mitos que se le han endosado tenía al principio mala intención, pero esto no afectó la imagen del cantor sino más bien a quienes lo señalaban: de él se dijo por muchos años, con tono de duda o sospecha y con aires de acusación, que había nacido del otro lado del Arauca, es decir, en Colombia. A causa de un prejuicio xenofóbico y chovinista que afortunadamente estamos dejando atrás como pueblo, hasta bien entrado el siglo veinte llamar “colombiano” a alguien era una fuerte ofensa. Como si el llano no fuera una entidad binacional, y como si la cultura de la Venezuela profunda no se hiciera más hermosa mientras más se confunde con la colombiana.
Es inevitable de todas formas encontrarse a El Cazador Novato en pleno siglo XXI, y hacerle la pregunta de rigor: lugar de nacimiento. El hombre responde con una precisión que seguramente le quedó del tiempo en que lo señalaban de no ser venezolano: “Nací en el Alto Apure, en la hacienda Urupagua”. Ocurrió en 1940.
Rafael Martínez Arteaga vive hoy en Altamira de Cáceres, población que fue la primera capital de Barinas. Cada mes le sale al menos una presentación, así que viaja mucho. Pero su residencia la tiene instalada en un caserío cercano a Altamira. Vive solo, “Porque si viviera con una mujer no podría atender a los amigos como ustedes. Al ratico ya estaría preguntando: ‘¿Y estos cuándo se van?’”.
Tiene unos pocos años instalado en este pueblo que tiene mucho de llanero y mucho de andino, pues es justamente el umbral que separa o conecta al llano con el páramo. Barinas y Mérida no se parecen en nada hasta que uno pasa Barinitas y se encuentra con Altamira. En ese clima amable, en ese pueblo privilegiado, se fue a instalar El Cazador en esta etapa de su vida.
Conserva recuerdos remotos de su niñez y juventud, pero es difícil hacer que se detenga en el anecdotario básico del muchacho que iba haciéndose hombre. Recuerda que su papá estaba en una buena situación económica, que él se habituó desde muy joven a las faenas del llano, incluidos el parrando y la itinerancia, y de pronto está hablando de sus primeras presentaciones públicas al lado de Ángel Custodio Loyola y de Juan de Los Santos Contreras, “El Carrao de Palmarito”. Al finalizar los años 50 ya compartía, grababa y se codeaba con figuras de la enormidad de los citados, además de Nelson Morales, Luis Losada “El Cubiro”, José Romero Bello, Francisco Montoya, Jesús Moreno, otros. Es inevitable también indagar en su juicio acerca del mejor coplero, el cantor que lo impactó. Responde sin pensar mucho la respuesta: “Sin duda, don Dámaso Figueredo. Tenía el don de la improvisación, una voz clara y fuerte, un estilo veguero. Ese es el mejor contrapunteador que he enfrentado”.

–¿Recuerda alguno de esos contrapunteos?
–Pues sí, me acuerdo casi verso por verso de los momentos finales de un encuentro que tuvimos. Teníamos un rato largo contrapunteando y a mí se me habían agotado los recursos. Pensé entonces provocarlo, ofenderlo a ver si perdía la compostura o tartamudeaba para ganarle. Me acuerdo que él celaba mucho a sus hijas, sobre todo de los artistas. El les recomendaba que se enamoraran de un mecánico, de un conuquero, de un pescador, pero nunca de un músico. Le dije entonces algo como: “Se me olvida preguntarle a Dámaso Figueredo / que me diga la verdad: si él quiere ser mi suegro / para que tenga el honor el día que yo sea su yerno /y va a echar más bendiciones que un obispo en un entierro”, insinuándole que lo iba a llenar de nietos. Dámaso me respondió: “No se crea que yo ando buscando / cazador flojo para mantenerlo / tengo un chinchorro en mi casa para mí que soy el dueño / esconderé mi muchacha si me toca en un entierro / porque eso es mucho bocao para que se lo coma un perro”.

–¿Tuvo muchos problemas con las letras de sus declamaciones? En la radio y en la televisión estaba vetado porque sus canciones eran groseras y tal...
–Sí, me tocó pasar por muchas situaciones difíciles. Yo siempre defendí ese estilo porque más allá del recato y la cortesía esa es la expresión del pueblo, es parte de nuestra cultura utilizar palabras rudas, esas que llaman groserías. Pero más de una vez también llegué a cantar en fiestas de gala, con gente distinguida o que parecía distinguida, y al rato me estaban pidiendo que echara cuentos subidos de tono, que declamara las letras más fuertes.

–¿Recuerda sus grandes amores? ¿Las mujeres que lo marcaron?
–Bueno, de las mujeres mías lo único que puedo decir es que la del vecino siempre está más buena (Risas). Sí recuerdo una en especial, una muchacha indígena, muy joven y muy hermosa. Me acuerdo porque me la entregaron en unas circunstancias distintas a las de ahora, una cuestión cultural que no es fácil de comprender ahorita.

–Su apodo viene de una de sus primeras declamaciones. ¿Puede declamar esa letra?
Rafael Martínez hace una pausa y comenta que a él nunca le han gustado los apodos, que los considera una falta de respeto. Pero que en efecto a él le tocó llevar como una marca imborrable ese remoquete, “El Cazador Novato”, que es el nombre del poema más exitoso de sus inicios. Los versos hablan de la historia simple que le cuenta un hombre llamado Escalona a su amigo Juan Santos, sobre la caza infructuosa de un marrano. El narrador le colocó más pólvora de lo indicado a su arma y ésta hizo una explosión que lo tumbó al piso y espantó a la presa.


De eso están llenos los cronistas verdaderos: de profundidad y simpleza.