miércoles, 28 de diciembre de 2016

Mono: la fiesta más sensual

La fiesta popular más violentamente sensual de Venezuela no viene con ninguno de los tambores de la costa, ni siquiera en ese despliegue erótico en cámara lenta que son los chimbangles de Bobures. Ni carnavales, ni diablos ni locainas, nada de eso, no le den más vueltas: ya a esta hora y durante todo el día 28 estalla en Caicara de Maturín El Mono de Caicara.
La cosa va más o menos por aquí: usted llega, se emborracha y se deja llevar por una oleada humana que se entrega a un baile colectivo (epa: son varios miles de personas de toda Venezuela bailando en las calles de un pueblo pequeñito, y ahora en un "monódromo"), al disfrute de la improvisación de cantores y parranderos al ritmo de La Marisela y otros golpes, y a un ritual de embadurnamiento con añil, ese colorante azul que usaban los indígenas desde antes de la llegada de los europeos. El ceremonial protagonizado por los músicos y cultores incluye a un señor que se disfraza de mono y anda repartiendo correazos gratis, pero lo cierto del caso es que ya ese pobre señor no es el alma de la fiesta, que ha sido expropiada por el pueblo desbordado, feliz y lujurioso, como tiene que ser. Hablemos entonces de lujuria y reconozcámosle algo al señor del disfraz: en él reposa la importante función de recordarle a la gente cómo es que se llama la fiesta. Y listo, vamos ahora con el verdadero protagonista, ese monstruo de miles de manos y cuerpos.
Asómense un ratico antes de seguir leyendo (no le paren bolas a los escuálidos que se atraviesan por ahí, total esos bichos están en todos lados):
Usted se llena las manos de añil, ese tinte ancestral (hay gente que usa otras sustancias) y tiene derecho a untárselo en la cara, en la ropa o en la zona que le provoque, al culo o persona que le guste, pase o se le atraviese. El "problema" es que esos culos y personas también tienen derecho a fijarse en usted y pintarrajearlo como les dé la gana. Baile o no baile el Mono, allí gobierna el cuerpo y el sentido del tacto es uno de los más activos de la jornada. Y bueno, lo demás es una falta de ley o normativa de la que apenas se rescata un artículo: el que se arrecha, se pone celoso o violento, pierde. Dicen los moneros de casta con legítimo orgullo que nunca ha habido una pelea en el Mono, cosa que no me consta.
Es, ni más ni menos, una prueba de fuego para los que quieran ejercitar su capacidad para comprender y soportar ese par de días de libertad, ande solo o con "su" pareja, porque ahí el "su" queda derogado por una especie de suspensión temporal de las garantías constitucionales y zámpele, caballero, que no vienen carros. Ahora, si usted es de los que sienten o piensan que su mujer es suya y que nadie tiene derecho a mirársela por más de cinco segundos entonces mejor no vaya. Esta es una fiesta no apta para gente con la autoestima medio quebradiza y el sistema nervioso un poco oxidado. Acuda mejor al San Isidro de los páramos merideños, que ahí es probable que ni le digan "buenas noches" al pasar.
Dato: como es demasiadísima gente y Caicara tiene vericuetos y alrededores, es muy fácil "perderse" y aparecer horas después o al otro día con el cuento clásico: "Coño miamor, a mí me arrastró un gentío y de pronto no te vi más". Miéntale con confianza; es bastante probable que él (o ella) le agradezca eso de adelantársele y ahorrarle la incómoda escena de ponerse a inventar una excusa todo lleno de añil y otros fluidos. Hace poco le hice esta descripción a una compañera que le ha invertido varios años de su adolescencia al disfrute de esta parranda maravillosa ( Giorgina ) y ella resumió todo mi palabrerío en esta sentencia: "¿El Mono? Mire hermano, eso es una metedera de mano pero ¡DDDURA!". Gracias por ese resumen sencillito, incontrovertible, implacable: DURO. El Mono es como la materialización del extraño sueño de Jacqueline Faría : un vergueral de gente ansiosa de que le vendan sus kilos de comida, pero feliz porque de pronto aquella cola sabrosa se convierte en cogeculo, literalmente.
Definición de "cola sabrosa":

Entonces, si anda por el estado Monagas o cerca de Caicara, es imperdonable que deje de pasar por ahí. Yo ando demasiado lejos de por allá (no tanto como mi hija Yuli Duque , quien "casi nunca" ha moniao) pero Morella y Miguel Mendoza Barreto los van a atender bien. Quizá también Nodil Mendoza y Darwin Mendoza, pero eso va a ser antes que se desmayen de la pea.
Vayan, esa experiencia no se les va a olvidar nunca, en serio.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Vivir, comer y morir



Los restos de un tronco en descomposición.
Arriba, a la derecha,
todavía conserva rasgos del árbol que fue;
a la izquierda,
la tierra en la que ha vuelto a convertirse.
Lo llamamos abono orgánico
El mejor sinónimo de comer es matar. Sin muerte de algo no hay transferencia de energía de un ser a otro. Es decir: sin muerte no hay manera de sostener y reproducir la vida.
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Todo eso suena muy (o más o menos) lógico, hasta que viene un ser dotado de algo que llaman razón y de otro algo que son las convenciones sociales, y entonces comienzan los dilemas éticos. Porque si matar es malo y comer es bueno (perdón: esencial para la vida), entonces todo se nos empasticha: si alguien o algo debe morir para que YO viva, y como YO no puedo ser alguien malo (pero tengo que comer, qué vaina tan incómoda), pues mejor me fabrico una serie de conceptos y límites retóricos, seudo éticos, para sentirme más o menos a salvo de mi ansia vesánica y primitiva de destrucción. A saber: como eso de morir duele mucho, entonces establezco que matar sólo es malo si liquido a un ser que dispone de sistema nervioso central. Si no duele, no hay crimen, así que listo, ya puedo seguir devorando seres vivos.
Pero para ello tengo que derivar hacia algo llamado vegetarianismo o hacia otro algo llamado veganismo. Inscribirme en esos gremios me permite comer (y devorar a otras especies, presuntamente inferiores (!) al ser humano todas ellas) y quedar en paz con mi conciencia. Una lechuga puede albergar formas de vida por miles o millones, pero epa: los alaridos de esos microorganismos jamás llegarán a ser tan aterradores como los de las reses en el matadero o en los corrales domésticos, así que todo el mundo tranquilo. A comer vegetales en paz; destruir a un animal es un crimen espantoso; destruir un vegetal donde habitan millones de seres es algo limpio, sano y además no hay que lidiar con ese sangrero ni con la mirada triste del que es despojado de la vida.
***
Un interesante mito autoinfligido por algunos vegetarianos quiere hacer notar que los actuales seres humanos (seres sociales, racionales, civilizados) no somos carnívoros, y que hay una evidencia evolutiva que lo comprueba o al menos asoma como indicio: la progresiva atrofia o gradual desaparición de los colmillos. Dicen algunos antropólogos, defensores de la cultura o praxis o moda o razón vegetariana, que si la naturaleza nos está despojando de esos puñales naturales es porque ya nuestro cuerpo no necesita alimentarse de la carne animal.
Pero parece que esa observación ha sido incompleta, parcial o intencionalmente sesgada. Porque todo o casi todo indica que los colmillos no son precisamente para rasgar o triturar carne (para eso tenemos unos dientes que arrancan pedazos y unas muelas que muelen, y por eso se llaman así) sino para matar presas a la vieja usanza. Los colmillos son herramientas propicias para punzar en busca de las venas del cuello, esto es, para matar. Obsérvese a cualquier depredador en el acto de procurarse la comida; la zona del cuerpo a donde se dirige es el cuello, ese itsmo donde, entre otros conductos y ramales, transita la vena yugular. Usted perfora o se deja perforar esa superautopista de la sangre y en pocos segundos ya su cuerpo habrá dejado de funcionar, sentir y palpitar.
Con el tiempo, probablemente cuando se puso de pie y comenzó a usar las manos (y empezó el cerebro a trabajar para apartarse del asesino primitivo) el ser humano se dejó de eso (de matar a sus presas con los colmillos) pero comenzó a desarrollar métodos, herramientas e implementos para matar de otras formas. Y así, entonces, la evolución ya significa otra cosa o puede ser vista desde esta otra perspectiva: ¿para qué unos colmillos y unas mandíbulas grandes, si el acto de asesinar en masa se ha perfeccionado a tal punto que usted va al supermercado y ni se imagina de dónde vienen esos hermosos y pulcros churrascos empaquetados?
Asómese:


Nótese el detalle: no tenemos colmillos, pero los puñales que fabricamos van a parar igualmente a la yugular, al cuello.
Por lo demás, cuando sustituimos el acto de matar directamente por el de condenar a una clase social a mancharse las manos para que otras lo compren todo limpio en los expendios, estamos siendo devorados de otra forma: los asesinos llamados azúcares, colorantes, conservantes y grasas saturadas también nos agujerean el cuello en busca de nuestros órganos. Comer en este tiempo sigue siendo matar, pero ahora la presa somos nosotros mismos.
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Todo proceso humano que se industrializa y se masifica con fines comerciales se pervierte y degenera en tragedia. Esto incluye la compra-venta de objetos, de comida, el entretenerse o entretener a los demás; el sexo, los pequeños ritos culturales convertidos luego en neurosis colectiva (llámanse religiones). Matar una cabra para alimentar por unas semanas a una familia no califica como crimen; asesinar a miles de animales, no para alimentar a millones sino para enriquecer a unos propietarios, tiene que convertirse en desgracia.
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Eh; pero este no era el asunto específico que queríamos tratar (la inhumana matanza que el ser humano perpetra para que la humanidad pueda seguir existiendo) sino algo tan cotidiano y poco doloroso como la muerte de miles o millones de árboles, que con el tiempo se van convirtiendo en tierra. En una tierra tremendamente fértil y llena de nutrientes. Allá arriba al comienzo dejé una fotografía y una pequeña leyenda explicativa. 
En esa fotografía aparecen los restos de un árbol (probablemente un bucare) que hace meses o tal vez años se cayó, y nadie en la zona lo había descubierto, o tal vez se había olvidado de él. Ahora se encuentra en avanzado estado de descomposición, lo cual ha sido la mejor noticia para la venidera fase de mi huerto. Resalto una expresión en la idea anterior porque, con toda seguridad, usted la ha leído y oído en materiales informativos de la sección de sucesos. Ambos eventos contienen cadáveres (de un árbol, de personas) y al mismo tiempo, o precisamente por ello, están llenos de vida.
¿Cómo es la vaina? Así es la vaina.
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La materia en que se ha convertido, o en la que se sigue convirtiendo el árbol caído, es uno de los tesoros más valiosos con que puede encontrarse alguien que se dedique a la agricultura, o que tan solo quiera sembrar y ver crecer unas matas. Pocos abonos terrestres son más fértiles y potentes que el palo podrido, y así le llaman en nuestros campos a esta mina de formidables sustancias alimenticias.
Cuando un árbol (o una persona o animal) cumple eso que nosotros consideramos el ciclo vital (la fase de su existencia que permite llamarlo árbol, animal o persona), comienza una fase que hemos denominado muerte. Nos acostumbramos o nos acostumbraron a creer que cuando sobreviene la muerte entonces ya se acabó todo y bórralo, el cuerpo empieza a corromperse irremediablemente y a llorar todo el mundo se ha dicho. El coñoesumadre: cuando muera Beyoncé en pocas horas esa piel perderá todo el colágeno y la tipa dejará de estar buenísima.
Pero lo que ocurre en realidad con lo que llamamos muerte es que ese proceso llamado vida ha entrado en un ciclo que, observado más de cerca, resulta más bien en explosión y multiplicación de otras formas de vida. Ahora mismo, cuando gozamos de vida, tenemos dentro una buena cantidad de seres con los que convivimos en armonía; cuando bajemos la guardia y nuestros procesos actuales se detengan comenzará la sublevación, el saqueo, el caos, la fiesta, el desorden, la revolución que volverá añicos el sistema que ya dejó de funcionar, y entonces de ese Caracazo corporal surgirá un reacomodo, una realidad distinta, una renovación de las tareas y procesos vitales. Nada desaparece o se extingue sin dejar rastro; todo abandona una forma energética y se convierte en otra (se transforma).
La muerte de un cuerpo (animal, persona, árbol) viene a ser un big bang de seres microscópicos, diminutos y notablemente grandes. En el cadáver de ese árbol están trabajando lombrices, arañas, alacranes, escarabajos, culebras, y fuera del alcance de la vista humana, una inmensa variedad de microorganismos insólitos. Esa intensa actividad es el matadero no industrial de las especies: la fiesta de la muerte se pone en marcha para cumplir la misión de multiplicar la vida, para lo cual ese cuerpo va siendo descompuesto y reducido a materia orgánica. Polvo eres y en polvo te convertirás, es la frase más rigurosamente científica empleada por los religiosos en sus ceremonias mortuorias.
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Bregando con ese cadáver de árbol para trasladarlo en trozos y en sacos de materia (tierra) rica en sustancias nutritivas, me dio por cuestionar algunos términos o significados injustos. La muerte es uno de ellos. El otro es el concepto es el de corrupción o descomposición. En las sociedades llamamos corrupto al ser que se degrada y envilece moralmente y termina haciendo daño al colectivo. Trasladados al origen etimológico, resulta que algo corrupto es algo que se desintegra y convierte en muchos pedazos, lo cual sí viene a ser estrictamente correcto. Hora de volver a encontrar tensiones entre el ser natural y el ser social: así como la muerte y la corrupción nos espantan como seres sociales, no hay nada que haga multiplicarse y propagar con más potencia la vida que esos dos estados de la materia.
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El conuquito que inauguraré al culminar este año se anuncia energéticamente bien dotado y alegre. La fiesta de la vida (o de la muerte) me hará crecer plantas comestibles y medicinales de una salud y una luminosidad esplendorosas, y cuando esos nutrientes hayan menguado volveré al lugar del bosque a aprovecharme del gigante caído, o de otros que me encuentre en el camino.