miércoles, 4 de junio de 2014

Las casas del Cazador

Foto: Félix Gerardi
  • Aunque estas reflexiones son, con algunas variantes, las mismas que he pronunciado en las presentaciones de su novela-testimonio, “El llano era de nosotros”, siento que le debía y ahora le estoy pagando este texto escrito al Cazador Novato (Rafael Martínez Arteaga).

Primera casa

El día que vi el primer ejemplar impreso del libro “El llano era de nosotros” tuve un sobresalto, más bien una molestia, porque al revisar la contratapa me encontré con un dato erróneo, o eso me pareció. Decía que el lugar de nacimiento del autor era la “hacienda Jurapal, Arauca, Colombia”. El dato proporcionado por el propio Cazador Novato informaba que ese hato queda en el cajón del Arauca pero del lado venezolano, así que, en rigor, el editor se había equivocado. En unas pocas horas había que presentar esa novela en la Feria del Libro, capítulo Caracas, y me imaginé el arrecherón que iba a coger el coplero y declamador cuando viera ese dato choreto en su reseña biográfica.
Además del dato estricto que yo veía violentado, se me atravesaba también, inconsciente pero fatalmente, una incomodidad extra, y es esa partícula de nacionalismo que todos tenemos, incluso aquellos que clamamos y argumentamos por la eliminación de las fronteras y por la unidad de los pueblos fronterizos. De alguna manera, en algún recodo del cerebro, mi molestia fundamental tenía que ver más con eso de “Verga, cómo le vamos a atribuir a Colombia el haber sido la cuna de un emblema de lo venezolano”. Vainas que a uno le inculcan y le incrustan en el cerebro desde niño.

Agarré a Rafael Martínez antes de la presentación, lejos de la Feria por si acaso, y le mostré el error. Le dije que yo mismo escribí esa reseña y que después se me había creado la duda. El viejo llanero me respondió, con la tremenda seriedad con que es capaz de hablar cuando se lo propone (es decir, cuando no está jodiendo): “No, eso no es ningún error. Resulta que esa hacienda tiene un pedazo en territorio colombiano y otro en Venezuela. Es más: el cuarto de la casa donde yo nací queda en Venezuela, pero el fogón donde cocinaba mi mamá está en Colombia”.

Esa espectacular circunstancia ya lo monta a uno sobre la primera clave cultural (primera casa- primera clave) que gravita en torno a Rafael Martínez Arteaga, El Cazador Novato: de los íconos culturales humanos de los dos países no debe haber ninguno que sea tan genuinamente colombo-venezolano.

Destellos simbólicos aparte, el Cazador siempre cuenta por qué para la familia siempre ha sido una ventaja que él cargue encima una cédula colombiana: porque las vaquitas de la hacienda, ignorantes y desentendidas de ese asunto llamado línea fronteriza, a veces rompen o saltan una alambrada y se van a comer pasto en el lado colombiano, incluso fuera de la hacienda, y parece que no hay nada más desesperadamente indestructible que la burocracia colombiana a la hora de repatriar ganado a Venezuela.

La lógica jurídica (cree uno que es sólo jurídica, cómo no) sería esta: no se puede devolver a otro país algo que es imposible demostrar con papeles que pertenece a ese otro país. A Rafael le resulta entonces más fácil justificarse: “Yo soy un ciudadano colombiano y este es mi ganado, ustedes me lo dan y yo lo devuelvo a mi propiedad, que queda aquí mismito detrás de esa cerca”.

Ahí mismito; esa propiedad binacional que no es Colombia ni Venezuela sino las dos cosas a la vez. Como la música, la poesía y la vida del Cazador Novato.

Segunda casa

En los años 70 el Cazador estaba de moda, aunque proscrito de todas las emisoras debido a las letras muriáticas que son la marca del compositor: “Párate, coñoetumadre, pa date tu merecío”. Esto, después de haber sido una de las voces más recias del llano. De 1969 data el pajarillo que ponemos más abajo, cantado con garganta colosal (y en el intermedio el escalofriante solo de arpa, el bordoneo inclemente de Eudes Álvarez), que narra una tragedia espantosa, La masacre del Vichada.

Por favor, dediquen unos minutos a escuchar con atención la letra, porque la maniobra que realiza Rafael Martínez al final de la canción habla de alguien que ha detectado “cosas” en la historia del pueblo. Dice que lo peor de la masacre no fueron el bombardeo, la metralla, la degollina y las violaciones, sino lo que vino después:

“Ahora sí andan los guajibos con zapato y con polaina,
con cartucheras tercía’s, y sombreros pelo e guama
Se miran hasta bonitas las indias con minifalda,
usan medias, pantalón, y las uñas bien pintadas
El guayuco lo botaron porque era moda pasada.
Hasta se caen del chinchorro: tienen que dormir en cama”.

Ni más ni menos, la masacre cultural, el asesinato de lo que les quedaba de costumbre y uso ancestral como pueblo; el exterminio propiamente dicho.

La canción completa:




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La gente se volcaba a las discotiendas a comprar los elepés del Cazador Novato, un fenómeno de popularidad creciente a pesar de que sólo una de sus declamaciones sonó alguna vez en las radios del país, y fue precisamente la pieza que le dio el nombre al cantautor. En tiempos en que existía una forma primitiva y doméstica del pirateo, las letras donde las “groserías” estallaban sin ningún freno ni pudor se escuchaban a todo volumen en las casas, botiquines y aparatos de esos que reproducían casettes.

Una vez lo citaron para que fuera al Ministerio de Transporte y Comunicaciones para que explicara por qué tanta virulencia, tanta palabra endemoniada y ofensiva, tanto ataque directo a la moral y las buenas costumbres; es decir: tanto atentado contra el habla pulcra y decente que debía inculcarse al ciudadano desde la familia, la escuela y los lugares públicos. Ante un grupo de ocho o diez directivos adecos de aquel ministerio, incluido el ministro, el Cazador dijo: “Bueno chico, porque mientras la gente culta quiere enseñar al pueblo a hablar mansito, el pueblo anda hablando como sabe hablar. En los pueblos nadie le dice a nadie ‘Eres un idiota’ sino ‘Eres un hijo de la gran puta’; nadie va a defecar sino a cagar, nadie dice afeminado sino marico; cuando una persona se pisa un dedo con un martillo no dice ‘Oh, me he lastimado’, sino ‘coooño maldita sea esta mierda’. Y por mucho que usted le dé clases a los muchachos para que hablen como patiquines ellos siempre van a hablar como el pueblo que los rodea”.

Los directivos lo escucharon entre carcajadas y terminaron dándole la razón. Pero le informaron que el ministerio seguiría prohibiendo difundir sus canciones por la radio. Parece que la sociedad no estaba preparada para escuchar por radio los contenidos que de todas formas escuchaba en la calle. Esto permanece idéntico e inamovible en la legislación actual.

***

Estaba en plena efervescencia esa fama underground del Cazador Novato cuando se encontró en el camino con otro loco irresponsable, otro cantor a quien, a pesar del enorme cariño que le profesaba el pueblo más pobre, también le tenían prohibidas sus canciones en las radios y televisoras. Y no era precisamente por decir groserías, sino por algo tanto más grave u ofensivo para la moral burguesa.

Cuando esos dos parranderos se juntaron se aplicaron a hacer lo que mejor sabían hacer: viajar y parrandear. Alquilaron una casa en Acarigua y la usaron como base de operaciones o plataforma de lanzamiento; como un respiradero donde llegar a recomponerse, echarse un baño, pensar, tomar nota, escribir y recuperarse antes de salir otra vez a recorrer los caminos del país. Eran un par de renegados, juglares nómadas y tormentosos que se metían a cantar gratis en cualquier tugurio, botiquín, plaza o patio donde los invitaran.

Por esto ambos eran famosos sin necesidad de radio o televisión. Los “artistas” que sí eran promocionados por todos los medios cobraban un dineral por sus presentaciones, así que resultaba impensable para la mayoría ver cantar en vivo alguna vez a Simón Díaz, Héctor Cabrera y esa clase de “ídolos” que sólo lo fueron porque a la industria musical le dio la gana de que lo fueran. ¿María Teresa Chacín en un solar lleno de borrachos en El Samán de Apure? ¿Simón Díaz cantándoles tonadas a los ordeñadores de verdad en Arismendi? Par favaaar, qué te has creído tú.

Al Cazador y a su amigo la gente iba a verlos y al finalizar las presentaciones se iba con ellos a seguir la canta y el parrando donde fuera. Inundaciones de aguardiente, amigos y mujeres los arropaban en caseríos y ciudades. Así se construyó el cariño gigantesco con que todavía la gente de todas partes los recuerda, a cada uno por su lado.

Por cierto que al otro parrandero un día le llegó la hora de parar un momento aquella máquina de recorrer caminos. Se enamoró de una bella muchacha, cantora también, y ya la casa de Acarigua no fue la misma, porque había una compañera que respetar y a la que no se le podían imponer agendas locas ni ritmos desaforados. Rafael se percató al instante de la nueva situación y decidió apartarse para dejar que los amantes se entregaran a lo suyo. Tomó su camino, y la pareja de cantores tomó otro.

Pero nunca dejaron ambos de honrar su oficio y su destino: su manera de lanzarse por las carreteras del país no era una borrachera estéril ni improductiva, sino el método más eficaz de la historia para adentrarse en el alma de los pueblos, conocerla y enamorarse de ella.

Segunda casa, segunda clave: nadie puede conocer (mucho menos amar) a un país si no lo recorre, lo vive y lo interroga en la piel de sus habitantes. La demostración de ello es la obra musical de esos dos parranderos que anduvieron juntos cantando gratis y recibiendo a cambio el conocimiento de la Venezuela profunda, y amor por toneladas: Rafael Martínez Arteaga y Alí Primera.

Luego de esa temporada al lado de Alí el Cazador Novato introdujo en su ardoroso fusil de versos la profundidad de un discurso político. No abandonó la copla jocosa ni la mamadera de gallo; no dejó de hacer reír con cuentos como este:

Ese tipo de recopilaciones del humor candeloso del pueblo llano siguió siendo un signo de su poesía, pero es evidente que la junta con el paraguanero lo marcó, lo revolucionó, lo puso a decir otro tipo de verdades:

Al hijo de mi compadre le pusieron Ronald Reagan
porque dizque al del vecino Richard Nixon lo llamaban.
Deberían tener presente que esa gente nos envaina
llevándose de este suelo las riquezas de la patria
que el único bien que hacen es comprar la mariguana.

Si hablamos de la ocasión los coños no dejan nada
del petróleo y el carbón nos dejan es la rezaga
y uno como un maricón riéndose a carcajadas.

Este poema (que no termina aquí, por supuesto), titulado “Señora democracia”, es quizá su alegato antiimperialista y antiburgués más contundente:


 
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Tercera casa

Desde el año 2006 el Cazador vive en una comunidad llamada La Quinta, cercana a Altamira de Cáceres, la primera capital del estado Barinas. Es una zona montañosa donde gobiernan los ríos, el café y las mapanares. Una hermosura de montaña.

Un día lo encontré dirigiendo unas remodelaciones en su casa. Estaba poniendo cemento y bloques, pero dijo que iba a conservar la construcción original o fundacional tal como estaba, porque el primer documento de propiedad data del año 1872 (quiere decir que la construyeron antes) y él quiere conservar lo que queda de este monumento de la construcción popular.

Se trata de un cajón de unos 3 x 4 metros hecho de bahareque, aunque frisado en otra época con capa de cemento. Como el concreto se ha caído en varios tramos de esas paredes puede verse adentro cómo y de qué estaba hecha esa casa que tiene siglo y medio: el barro, las cañabravas, y los amarres de bejuco. Esto del bejuco aporta la tercera clave en esta tercera casa del Cazador.

Cuando a un habitante cualquiera, de la ciudad o del campo venezolano, le mencionan la palabra “bahareque”, en seguida la reacción es de rechazo y tal vez algo de burla. “Bahareque” no sólo suena feo y campuruso, sino que la imagen mental que le trae a uno es la de un rancho todo torcido y vuelto mierda, lleno de gente muy jodida, carajitos barrigones de tantos parásitos, las gallinas y los perros disputándoles la comida. Un bahareque nos trae la representación mental de la miseria.

Pero pasa algo que a nadie o a casi nadie le explicaron: el por qué. En cierto momento del siglo XX, cuando el capitalismo industrial arropó el ensayo de país que teníamos en Venezuela, el proceso de negación de la naturaleza y de los materiales nobles (y gratis) con que se construyen las casas de verdad nos trajo al momento en que a todo el mundo se le convenció de que nada es más fuerte, resistente y duradero que el metal. El mismo proceso nos llevó a rendirle culto al cemento, cuando contábamos con algo tan recio como el barro para construir con distintas técnicas (tapia, adobe, bahareque). Esos bahareques que uno ve en la carretera doblados y desvencijados están así porque la estafa del capitalismo no tardó en quedar en evidencia: el esqueleto de esos bahaqueres fueron amarrados y sujetados con clavos y alambre, y ya todo el mundo sabe que los metales ferrosos se pudren, oxidan y descomponen, más temprano que tarde. Al contacto con el barro los clavos no duran más de cinco años antes de oxidarse, y el alambre se debilita y se parte un poco antes.

El bejuco con que está amarrada la casa del Cazador no se descompone con la tierra sino que, con el paso del tiempo, se endurece, casi se petrifica, se integra a la tierra y por lo tanto a la estructura. Las paredes originales de esa casa (que por cierto no es de las más viejas de Altamira: aquí hay casas sólidas de más de 300 años) se ven firmes. A su lado están las otras paredes de cemento y metal, pudriéndose lentamente; el viejo bahareque verá morir a la casa capitalista, y ojalá haya quien capte esta tercera clave: las casas del futuro tienen que ser como las de antes. Hay que ir olvidando poco a poco el cemento, abandonar poco a poco las casas enfermas que nos enfermaron y volver a experimentar con los materiales del entorno.

La sociedad capitalista desaparecerá, y la continuación de nuestra historia debe buscarse en aquel intento de país que fuimos: aquel país donde todavía sembrábamos para comer y no para vender; un país que no conocía el cemento y entonces hacía magia con la piedra, el barro y la madera.

***

La vida y la obra musical y escrita de Rafael Martínez Arteaga se parecen entonces a sus tres casas: son un desafío a las convenciones y a las líneas imaginarias que separan a nuestros pueblos, una comprobación de que a Venezuela sólo la quiere quien la conoce, y quien se lanza a conocerla encontrará al pueblo y a la poesía; y un triunfo sobre el paso del tiempo y sobre el capitalismo industrial.