lunes, 1 de febrero de 2010

Breve memoria del breve encuentro con Tomás Eloy Martínez y Susana Rotker

Del Tomás Eloy Martínez periodista, editor, novelista y humano se están ocupando desde ayer todos los medios de información de habla hispana, y seguramente otros de distintos idiomas. Eso le queda a la gente (ilustre o no) cuando muere, aparte de la tumba y lo óseo inmortal: las recordaciones y palabras de los vivos. Yo quiero evocar, como aporte mínimo a esa memoria, un par de detalles del momento y forma en que me tocó cruzar palabras con este caballero. También la impresión que me causó quien fue su esposa, Susana Rotker.
En octubre del año 1999 se organizó en Cuernavaca, México, un encuentro de especialistas en violencia urbana. A la profesora Susana le pareció que yo tenía algo que decir en ese encuentro (había leído mis crónicas policiales y antipoliciales en El Nacional, aquella sección llamada Guerra Nuestra), así que me contactó vía Boris Muñoz y Ana María Sanjuán, y allá fui a parar, con mi librito de crónicas bajo el brazo. Uno ha visto y conocido cientos de mujeres hermosas y dulces en la vida, cómo no. Pero no tengo forma de olvidar aquella actitud con que me recibió la Rotker (las manos en la cintura, la cabeza ladeada, la punta del pie derecho golpeteando el piso, mirándome por encima de los anteojos, con el gesto de la maestra que te espera para regañarte o reclamarte la travesura del día; una mueca de: Así que tú eres el bicho) y ese apretón de manos. Mierda, qué hermosa era la profe.
Para esa época yo todavía guardaba ese incomprensible y temeroso respeto que todo marginal guarda (¿guardaba?) hacia la academia y los intelectuales, y el resultado fue que hice silencio mientras los demás desarrollaban sus teorías e interpretaciones de la violencia criminal en las capitales latinoamericanas. Ellos hablaban; yo respondía que estaba de acuerdo o no, según fuera el caso.
La profesora, quien me había recibido muy entusiasmada, se decepcionó un poco (me lo dijo Boris más tarde). Al tercer día del encuentro me dio la impresión de que todos se estaban medio arrechando conmigo. Una muchacha gringa, asistente de Rotker, al principio me saludaba por cortesía y de pronto ni siquiera saludaba. Todos esperan del cronista de la violencia un ego de tamaño y lentejuelas suficientes para un despliegue de cuentos y análisis, y en cambio lo único que obtuvieron del Duque fue un desesperante catálogo de monosílabos. Hasta que llegó el momento en que me tocó leer una crónica caraqueña (ya habíamos oído relatos criminales de Medellín, México DF, Bogotá). Escogí una donde un escuadrón de tombos mató al muchacho equivocado: estaban buscando a un azote y ajusticiaron en su casa a un chamo sin líos con la justicia. Lo narré en clave malandra para recrear lo más fielmente posible la atmósfera del barrio, y la actitud de los señores especialistas cambió un poco. Susana me regaló media sonrisa. La muchacha gringa me ofreció un vaso de jugo. De naranja. No recuerdo la marca.
Creo que fue al cuarto día del encuentro cuando se presentó Tomás Eloy Martínez, y tuvo la ocurrencia de ponerse a hablar de lo jodida que se estaba poniendo la Venezuela de Chávez, y entonces se me desaparecieron los monosílabos. Como dice el Cazador Novato: le zumbé más lengua que un perro a un caldero e caldo. El escritor quiso impresionar al auditorio (y lo logró: era un auditorio de investigadores de clase media) con la leyenda urbana de moda: que los venezolanos no se atrevían a hablar con sus panas extranjeros sin quitarle la pila al celular, porque la Disip los estaba escuchando y grabando a todos. “Ajá”, le repliqué, “¿y cuántos son y dónde están los millones de espías que nos escuchan 24 horas a 25 millones de venezolanos?”. Al final el hombre dijo que la única certeza que tenía era que Venezuela estaba dividida en dos toletes desde que Chávez estaba en el poder (tenía menos de un año en la presidencia), y que eso era preocupante en un país con tradición democrática y desapego total de las guerras civiles, etcétera.
Al final supuse que mi participación y mis aportes al encuentro pasarían al anecdotario del mismo con más bostezos que afecto. Seguramente fue así, pero el profesor Tomás Eloy les dedicó a mis escritos un par de menciones en sus artículos, brevísimas pero positivas, creo (El periodismo vuelve a contar historias) y Susana Rotker unos comentarios que me conmovieron. Ah carajo: me estremecieron. Aparecen en la compilación de trabajos de aquel encuentro, titulada Ciudadanías del miedo, y dentro de ésta, un texto suyo, Nosotros somos los otros. Nunca pude agradecérselo personalmente, porque esa recopilación apareció luego de su muerte. Meses después del encuentro un carro fuera de control se llevó su fragilidad de maestra de escuela, le arrebató al mundo su inmensa ternura, en una calle de Nueva Jersey. Tomás Eloy Martínez andaba con ella. Siempre me espantó la gélida dureza del tono en que escribió la crónica de ese episodio.
En ese mismo encuentro conocí a Fernando Pizarro (maraca de señor investigador colombiano, perseguido político, hermano del inolvidable mártir del M-19), a Alonso Salazar, quien luego fue alcalde de Medellín, y antes autor del clásico de la literatura testimonial “No nacimos pa’ semilla”; a un José Navia, buen periodista también colombiano.
Y conocí a Susana Rotker. La profesora Susana.
Recuerdo que días después le escribí a su correo electrónico un mensaje tendencioso, más atrevido que galante, en el que le hablaba de cuánto me habían impresionado su belleza y su personalidad. La profe no respondió nunca ese correo. Hasta que llegaron los días infames de la tragedia de Vargas (15 de diciembre de 1999 y siguientes) y me escribió preguntando por familia y allegados: “Dime cómo y en qué medida puedo ayudar”. Fueron las últimas palabras que me dirigió.
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Esta post-data no tiene que ver específicamente con los profesores Tomás Eloy y Susana, pero en estos días de pérdidas y partidas he estado pensando en las muchas formas en que uno pierde a la gente querida: porque cortan o cortamos la comunicación, porque envejecemos y ya no somos los mismos; porque nos arrechamos, porque mueren o morimos, porque se van o nos vamos, porque nunca estuvieron o nunca estuvimos. Y pana: a la gente que uno quiere tiene que decírselo. Ese simple gesto a veces tiene consecuencias y a veces no. Pero a la hora final uno no debería quedarse con el lamento miserable de no habérselo dicho nunca.