domingo, 17 de marzo de 2013

Chávez en los altares y guerras espirituales

Incluso a uno, ateo y “más o menos” escéptico con todo asunto que suene esotérico, tenía que quedársele esculpida la declaración de los espiritistas del culto de María Lionza en 1992: aquel tipo que decía el “Por Ahora” era el Negro Felipe. Una cosa es que en ese encuadre fotográfico y de televisión que lo muestra del pecho para arriba, rodeado de micrófonos, el hombre de la boina sea igualito a la estatua del Negro Felipe que uno ve en los altares. Pero no era eso lo que decían los espiritistas: lo que aseguraban es que ese era el hombre.
Los no devotos vimos esto por televisión:

Y los espiritistas vieron esto:

Era 1992 y había llegado, ni más ni menos, el redentor de la Corte Negra, a quien muchos también identifican con Pedro Camejo o el Negro Primero (cosa confusa, ya que éste pertenece es a la Corte de los Libertadores). De ese preciso momento, y no de estos días de fervor, data la batalla en el plano espiritual, a favor y en contra de la conversión de Chávez en símbolo y sujeto de adoración mágica.
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¿Por qué desde el ateísmo o el escepticismo, esa coraza vital para quienes nos sentimos materialistas, también es importante este acercamiento? En primer lugar porque, crea lo que uno crea, dude, ignore o le produzca recelo, es un hecho que las religiones y cultos convocan gente en cantidad, y que esa multitud genera no sólo opiniones sino además estados de ánimo colectivos, tensiones varias y mucha energía social. Y segundo, porque si a ese plano que muchos llaman paranormal le cabe también el calificativo “virtual”, nos encontraremos con la revelación lingüística de que la espiritualidad es un territorio afín a otro que no es precisamente la calle, pero que mueve gente y voluntades por guacales: ¿qué tienen de real facebook, twitter e internet en general, y cómo es que uno invierte tiempo y energía en “eso” que no es el mundo real pero que lo afecta de manera tan certera?
Religiones: redes sociales donde no es preciso estar registrados para sentir su influjo.
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Tal como en La Ilíada, escenario en el que los dioses se echaban cañonazos y centellas mientras en la tierra los hombres hacían lo mismo, las batallas del tiempo chavista se han desarrollado también en el ámbito simbólico de los dioses hegemónicos y los cimarrones; entre las religiones que aplastan pueblos y las que son armas de la resistencia cultural, y también entre devotos de los mismos cultos. En alguna de sus alocuciones del año 2003, esa temporada dura posterior al paro-sabotaje y al golpe de abril, el Comandante relataba que en los patios exteriores del Palacio de Miraflores la Guardia Presidencial había encontrado muerto un animal rarísimo de aspecto diabólico, degollado y con la foto de Chávez amarrada al cuello: brujería o magia negra. De sacerdotes católicos que adversaron y apoyaron a Chávez en vida se ha hablado bastante; del desprecio racista y de clase que los santurrones más conservadores expresaron cada vez que el Presidente se acercó con respeto a los babalaos o pentecostales hay otro largo rollo; de los fanáticos que le desearon la muerte a Chávez invocando para ello códigos como las ofensas a una presunta tribu de Israel y más de una maldición infernal, ni se hable.
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Tal vez el eje geográfico donde se percibe con más nitidez y fortaleza esta tensión de lo estrictamente popular-rebelde contra lo estrictamente europeo-hegemónico sea el estado Yaracuy. Tenía que ser así, porque la montaña emblemática del culto sincrético por antonomasia está ahí cerca de Chivacoa: Sorte es el Vaticano de la religión del pueblo, y no había terminado de escribir la frase anterior cuando ya estaba empezando a sentir los embates del discurso de la convención burguesa, que informa que lo de María Lionza no es una religión porque su ceremonial no tiene una figura de autoridad reconocida por las demás religiones. Fácil: los caribeños no podemos haber inventado una religión porque somos indios, negros y feos, o una mezcla de las tres cosas. ¿Está claro?
Pero sucede que también, en ese mismo eje, nació y se formó en el caldo más rancio y conservador de la política venezolana uno de los tótems predilectos del socialcristianismo latinoamericano, el doctor Rafael Caldera. Precisamente el nombre de Caldera llevó por años la autopista que atraviesa a Yaracuy de punta a punta, desde Carabobo hasta Lara. En el año 2003, para que no quedaran dudas del carácter apostólico y romano del estado, la gestión de Eduardo Lapi mandó a poner a lo largo de esa autopista unas estatuas horrorosas de santos católicos de tamaño gigante. A ese atentado contra la estética de tan hermosa autopista lo llamaron “Museo Vial Religioso”, y es eso: una exposición de varios kilómetros donde uno ve al pasar esos muñecos abominables.


El 6 de junio del año 2004 ocurrió un evento de singular importancia simbólica. Comenzaba la campaña para el referendo revocatorio del mandato del Presidente y las calles estaban llenas de miedos y rumores. Entre otras cosas, se decía por esas fechas en predios del sifrinaje caraqueño que la Guardia Nacional había comprado 100 mil bolsas negras porque allí pensaban meter los cadáveres de una anunciada masacre: el chavismo más perro y salvaje iba a invadir los apartamentos de la gente bien en las urbanizaciones y eso iba a derivar en la mamá de las degollinas. La respuesta fue que en cientos de edificios de clase media se organizó la resistencia: ollas de aceite hirviendo, brigadas armadas, sistemas de alerta a base pitos y cacerolas cuando se acercara cualquier negro sospechoso (perdón: cualquier negro). Ese era el clima emocional cuando llegó la fecha del arranque de la campaña y el chavismo prometió llenar la avenida Bolívar de Caracas. Entonces la madrugada de aquella fecha 666 (6+6+ la suma de las cifras de 2004, que es 6) ocurrió el prodigio: la estatua de María Lionza ubicada en la autopista Francisco Fajardo colapsó y se partió en dos.
Cuando el terror se hubo medio disipado (ya que no hubo masacre y las ollas de aceite hirviendo tuvieron que desmontarse) comenzaron los análisis: la Reina estaba anunciando el fin de la era chavista, decían del lado de allá. Y el chavismo replicó que, por si no se habían fijado, la estatua se había partido justo por el vientre, lo cual significaba que no era el fin sino el alumbramiento de una nueva era.
Una réplica de la estatua herida de muerte sustituyó a ésta en el mismo sitio, y otra fue a parar a la entrada de Chivacoa. Allá, en la autopista antiguamente llamada Rafael Caldera (y ahora bautizada Cimarrón Andresote, en honor del azote de blancos aristócratas) está la Reina, humillando con su hermosura, con ese poderío hormonal de mujer Caribe; con su culo y sus tetas profanas, la pazguatería de las santas y santos europeos que pretendieron amansar a Yaracuy.



De la Reina dijo Chávez en otra ocasión: “¿Ustedes se imaginan? ¿Yo montado en la anca de esa danta, abrazando pro la cintura a María Lionza?”.
Y sí, es fácil imaginárselo.
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Al margen o al final de estos rollos hay que volver a la pregunta: ¿convertirá el pueblo chavista en santo o en objeto de devoción la figura del comandante Hugo Chávez? Hay rastros de que ese proceso comenzó y se desarrolla desde hace tiempo. Tal como ocurre con las expresiones populares más genuinas, ese proceso tiene lugar fuera de la convención católica que norma y determina esa cuestión de quién debe o no debe ser santificado y bajo qué criterios. Estas líneas nacieron al calor del registro testimonial y fotográfico que Gustavo Borges ha comenzado a realizar en barrios del oeste de Caracas: no es que Chávez vaya a ser venerado en clave de santidad, sino que ya hay altares alegóricos y mucha gente anda macerando en ellos sus oraciones y agradecimientos. El culto al Chávez espiritual (o al espíritu de Chávez) es un hecho, un culto de facto surgido del amor del pueblo pobre. Esto, sin importar lo que diga la “santa” Iglesia católica, que por cierto le debe sumisión a la religión del ser humano pobre de Venezuela y el Caribe: la “Corte Celestial”, donde caben todos los santos e íconos cristianos, es apenas una más de las veintiuna que adoran a la Reina María Lionza.

Altar en casa de Gustavo Borges. Los Robles, El Manicomio, Caracas
Así que no son las convenciones sino el fervor de los pueblos lo que convierte a alguien en sujeto u objeto de veneración. Si tantos personajes locales de las carreteras y pueblos de Venezuela (como la de Picapica, la de Taguapire, la de Benjamín Charles en Barinas) se convirtieron con el tiempo en ánimas y seres venerables, no debe extrañar que el hombre que difundió la rabia a la injusticia y el amor al pueblo por el continente ya haya comenzado a ganarse sus altares, descansando en guerra.

domingo, 10 de marzo de 2013

El Panteón de los rebeldes



Yo no te pude hacer un monumento
de mármol con inscripciones coloridas
Tite Curet Alonso 

Las casas donde se sabe que vivió Hugo en Sabaneta y Barinas revelan algo que de tanto decirse parece que se olvida: el dato esencial que moldeó el carácter este compañero es la humildad. Humildes son las casas en que vivió, humildes las escuelas, campos y calles donde transcurrió su niñez. Era humilde y sencillo su lenguaje cuando dejaba de carajear al imperio para ponerse a dialogar con nosotros, y de allí la forma de soltar chistes malos cuando la ocasión le exigía moderación y respeto. ¿Por qué no te callas? Porque mi pueblo es dicharachero, viejo pendejo, y yo soy hijo de mi pueblo.
Cuando al camarada Hugo le daba por recordar a su abuela Rosa Inés su verbo resbalaba por un tobogán de ternura asociada al fogón, el olor a leña, el café y esa manera de jugar y regañar que tenían nuestras abuelas, gente que vivió la Venezuela aún no devastada por el capitalismo industrial.
Pese a los chistes fáciles que el enemigo soltó y seguirá soltando a causa de la investidura de Presidente (que por cierto le concedió el pueblo pobre, no las hegemonías o corporaciones) la vida del pana Hugo fue sencilla, y una comprensión simple de esta secuencia que es la vida debería hacernos comprender que su lugar de reposo debería estar entre su gente, rodeado de sus muertos, de su gente querida y conocida: la gente de su pueblo, la que lo convirtió en ese ser humano que fue.
El año pasado Chávez soltó unas lágrimas evocando algo tan puro y libre de referencias iconográficas burguesas como la sabana apureña, que por cierto es extensión o continuación o presagio de la sabana barinesa. Dijo Chávez que su máximo anhelo consistía en ir a colgar un chinchorro en algún rincón de ese Apure colosal y terminar sus días echándoles cuentos a sus nietos. Se le formó el consabido tarugo en la garganta y lloró ante millones de teleespectadores, algunos de los cuales se burlaron porque nunca tendrán la humildad ni la valentía de conmoverse ante un paisaje. Quien va a Apure y no regresa estremecido de llanto o de risas es porque tiene el alma muerta.
Monte y lejanía: eso era lo que estaba pidiendo el compai Hugo en sus meses finales. Pero nosotros, que nos sentimos más arrechos que él y creemos saber qué cosa es un homenaje (porque la maldita escuela adeca en que estudiamos nos “enseñó” cómo es que se homenajea a los muertos) queremos mandarlo a descansar a un ridículo panteón europeo o a un sifrino panteón posmoderno. ¿Le cumplimos su última voluntad o cumplimos la nuestra?
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Por lo general las iconografías oficiales (burguesas) asocian la noción de “homenaje” con el boato, esa cursilería rimbombante propia de lo más decadente, por aristocrático, de la Europa medieval. La clave de la hegemonía católica, de paso, ordena adornar el ceremonial de la muerte con la consabida carga judeocristiana llena de culpas y disfraces que invocan a la postración y el sufrimiento infinito. Lo que el burgués y la burguesía entienden por “afecto” termina entonces convirtiéndose en un festival de florilegios y regorgallas propias de gente asustada que, como tiene mucha plata y no sabe qué hacer con ella, va y la invierte en sobresaturación de imágenes y símbolos que no honran a la gente sino al poder.
A propósito de los homenajes, hace poco ocurrió algo significativo con esto de los símbolos culturales que la convención burguesa considera homenajeables y dignos de premio y santificación. Venezuela entera celebró el que la UNESCO haya decretado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad a “Los diablos danzantes de Venezuela”. A CASI todos los diablos danzantes de Venezuela. No sé si los proponentes o los otorgantes, pero el caso es que alguien dejó fuera del paquete de diablos homenajeados a los diablos de San Hipólito. ¿Qué tiene que ver esto con Chávez? Mucho. Simbólica, geográficamente, quien se acerca a San Hipólito entenderá mejor a Chávez y a la Venezuela chavista.


Los Diablos Danzantes de San Hipólito nacieron en 1810; son, por cierto, los más antiguos de Venezuela. La diferencia con los homenajeados es que, mientras éstos tienen un sustrato católico que se refleja en su ceremonial (son diablos sumisos: salen a la calle, cantan, parrandean, pero cuando el cura ordena parar ellos se postran, apoyan la cabeza en el suelo y se acabó la fiesta) los de San Hipólito son cimarrones y no andan postrándose ante nadie. Su ritual es sencillo, populachero y más o menos caótico, y ensalza la fiesta del pueblo por sobre el dato de sumisión o arrodillamiento propio de las religiones. Los diablos entran al lugar de la fiesta gritando, convocando a la gente; comienza a interpretarse un golpe de polca, a cuyo ritmo unos devotos tejen un árbol a la manera del sebucán. Luego se arma la parranda propiamente dicha con merengue campesino, y más tarde con repiques de joropo (casi siempre seis por derecho, periquera y pajarillo).
Como no hay autoridad religiosa que ordene no caerse a golpes o a botellazos en mitad de la euforia colectiva, existen unas figuras que son el Diablo y la Diabla Mayores, encargados de poner orden con un fuete. Borracho que se propasa o que intenta violentar el ceremonial se lleva su correazo, y así la disciplina se mantiene, autogestionada y sin policía, y el castigo es visto más como un chiste que como un acto de represión. Cierto que el día central de la celebración es el 24 de junio, día de San Juan, pero la otra clave de estos diablos es que van para donde los inviten, en cualquier momento del año.
Los Diablos de San Hipólito recorren Venezuela varias veces al año.
Los Diablos de San Hipólito son adorados por el pueblo, porque son expresión del pueblo, y detestados o vistos con recelo por la convención burguesa (de allí que no les hayan dado el premio que otorga la visión hegemónica de “Cultura” en el mundo).
Los Diablos de San Hipólito son cimarrones, rebeldes, populacheros e incómodos para la burguesía, porque no se amoldan a las reglas establecidas.
Los Diablos de San Hipólito no serán homenajeados nunca por los convencionalismos burgueses porque su sola existencia es un salivazo en la cara de los acartonados, los falsos, los domesticados, los sumisos y los jalabolas.
Los Diablos de San Hipólito nacieron en el eje San Hipólito-Los Rastrojos, una serie de campos y caseríos en las afueras de Sabaneta de Barinas.
El camarada Hugo Chávez nació en uno de esos campos, en Los Rastrojos. Fue allí donde Mamá Rosa le enseñó las claves del valor y la vergüenza. Ese pequeño poblado merece ser reconocido como la cuna de la rebeldía americana.
Entonces, ¿encerramos a Chávez en un panteón europeo o sifrino, o le regalamos el chinchorro allá en la sabana que lo vio nacer y convertirse en leyenda, allá en la cuna de su rebeldía?