lunes, 22 de septiembre de 2014

El depredador


  • Esta crónica iba a debería titularse "El ignorante", rótulo más ajustado al episodio que le dio origen. Pero se atraviesan esas cosas del merchandising, la imagen personal que uno cree que debe defender y las ganas de captar lectores con cultura cinematográfica, y ustedes saben, cede la justicia y termina triunfando el espectacular lenguaje de la guerra


Llegué a mi casita de madera en construcción. Me alisté para trabajar, busqué las herramientas, me paré frente a una de las paredes, y vi que esta se movía. Se meneaba, culebreaba como una bandera. Me puse los lentes; lo que se movía no era la pared sino los millones de hormigas que la cubrían. Eran unas bichitas de culito rojo, no tan impresionantes como los clásicos bachacos, aunque pude distinguir algunas de grandes tenazas y supuse que eran los soldados de la partida.
Marea de innumerable vértigo, la hecatombe animal se apoderaba del ranchito. Y se me dispararon las sirenas de alarma; si esas bichas anidaban ahí yo no podría habitar nunca esa casa, que por cierto es la única que tengo.

***

Me armé entonces de lo más eficaz de lo que disponía para combatir a los bichos salvajes, esos enemigos incómodos que nos impiden construir nuestra casa: sustancias tóxicas. Gasolina, gasoil y creolina; un tobo entero de una mezcla de esas tres sustancias, que juntas seguramente son más venenosas y letales que lo que pueda tener una mapanare en sus pertrechos. Iba a usar candela también, pero fíjate tú, la mía es una construcción 90% de madera.
Les zumbé varias cargas con un vaso pequeño, así de lejitos; las hormigas se agitaron, comenzaron a correr en todas direcciones. Ya estábamos igualados en algo: yo estaba sobresaltado, ellas también.
Busqué un cepillo de barrer y una brocha para aplicar el resto del líquido directamente en las paredes. Barrí, cepillé, arrasé a lo macho a docenas, centenares, tal vez miles de las invasoras. Estaba en eso, más o menos eufórico y excitado, cuando recibí un gol en contra. Más bien dos: escuché claramente algo que me sonó tac, tac en la pantorrilla derecha; acto seguido un dolor lacerante y ardiente, y segundos después una sensación que no tengo por qué reservarme ni tratar de narrar de manera elegante (porque es imposible): esas dos pequeñas picaduras me dieron ganas de cagar.
Me imaginé la picadura de cien, doscientas o mil de esas hormigas en el cuerpo de alguien perdido o descuidado en estas montañas. Aplasté con más dolor que rabia a las dos agresoras y me vi las heridas: aquí las tengo. Muy grandes para ser infligidas por ese par de bichitas. Me acordé de la canción de Gino: "Solos somos la gota; juntos, el aguacero".
Hasta ese momento no se me había ocurrido pensar en la forma en que esas locas habían llegado allí, y por supuesto miré hacia el piso. No estaba cubierto totalmente como las paredes, pero había tres filas/oleadas de insectos trotando hacia su objetivo. A tener cuidado entonces con los puntos donde pisaba.
Vacié medio tobo del coctel tóxico dentro de la casa, salí y utilicé el otro medio tobo en la fachada principal. Se me acabó el combustible y pensé, optimista y más o menos orgulloso, que mi matanza y el olor de la mezcla iban a ser suficientes para espantarlas. Tuve entonces el impulso de seguir el rastro del río animal que subía desde la calle; miré con atención y vi algo que, debido al estado de alarma en que me encontraba, no me dediqué a contemplar con toda la atención que se merecía: imbuida en la marcha caminaba una hormiga perfecta, de unos 3 centímetros, casi animación 3D: una hormiga de plástico, blanca con lunares azules, que no sé si vuelva a ver en la vida.
Bajé las escaleras, miré la cuneta, me fijé en la enorme fila; las invasoras venían en correcta y torrencial formación desde allá, desde muy lejos, desde el coñísimo de su madre, y ni el movimiento ni el número de ellas se terminaba. Ni 100 tobos de combustible iban a acabar con esas diablas, y yo no tengo 100 tobos de combustible ni de nada.
Martín, un niño de 10 años, vecino de la comunidad, se acercó a curiosear y me preguntó en qué andaba. Después de mostrarle y comentarle el rollo me dijo: "Mi papá dice que a esas bichas hay que dejarlas tranquilas".
No le paré bolas. Nadie le hace caso a un niño de 10 años así esté citando a su papá.
¿Regalarles mi casa a las hormigas? Mamen.

***

Bajé al pueblo a buscar ayuda y asesoría; los campesinos altamireños han sido durante más de un año mis maestros en materia de siembra, alimentación, construcción y otros aspectos de la vida en la montaña, así que ellos debían saber cómo combatir esta plaga. Me encontré con la señora María y el compai Angelón y les pregunté si tenían algún insecticida que pudiera aplicar en grandes cantidades, con asperjadora. Les describí el problema que tenía y les mostré unos pocos cadáveres de los insectos que me azotaban. Los dos hablaron al mismo tiempo, pero a los dos los oí por separado:

--Ay, señor Duque...
--¿Tú eres güevón?

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Sucede que, entre los muchos rituales populares del pueblo de Altamira, se encuentra uno del que yo no tenía noticias: de vez en cuando, en tiempo de lluvia, aparece una bandada de hormigas cazadoras (así las llaman) en una casa cualquiera. Este es un acontecimiento fortuito que algunas veces le sucede a una casa y a veces a varias; a otras no les ocurre nunca. En cualquier caso, es una bendición. Un súbito regalo de la selva a los seres humanos que tienen aquí sus viviendas: las hormigas no llegan para anidar o quedarse allí sino para limpiar la casa. Este depredador multitudinario se mete en todos los rincones y arrasa con cuanto alacrán, culebra, ratón, polilla, termita y animal nocivo o buen culo se atraviese.
Cuando sucede esto es común que la familia premiada desaloje la vivienda durante todo el día, hasta que llega la noche; en ese intervalo de tiempo la gente se instala en una casa vecina mientras las cazadoras hacen su trabajo, se llevan lo que encuentren por ahí mal parado y siguen su camino. Son nómadas, un río constante que no hace nidos ni madrigueras sino que surca lo inmenso del húmedo y frío bosque del piedemonte, cumple su misión de profilaxis y sigue para allá, para donde sea y para más nunca.
En términos abstractos es temible su potencia; un cocodrilo, león o jaguar se burlaría de un encuentro con una, dos o diez de estas hormigas. Pero ningún ser viviente sobreviviría al ataque de 30 millones de ellas. Sólo que ellas no vienen a atacarte, estúpido: vienen a limpiarte la casa, a hacértela más habitable.

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Y sí, me siento mal, culpable, profundamente ignorante; están los depredadores que cazan para comer y estamos los que matamos porque le tememos a lo que no conocemos.

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Anoten los datos centrales del cuento: miedo, sentido de la propiedad. De ser un carajo que defiende la causa de los débiles me convertí de pronto en un amo con miedo; en un propietario dispuesto a defender con violencia sus dominios.
Yo estoy haciendo una casa ahí en el territorio donde ellas vivían primero. Aun así no vinieron a desalojarme sino a hacerme tremenda segunda, pero del lado de allá lo que vi fueron soldados; uno prefiere llamar soldado a una legión de animalitos con tal de anunciar que lo que viene es el relato de una guerra espantosa, una coñacera épica. Como la formación emocional y sentimental de nosotros, los esclavos del capital, proviene en buena parte del cine gringo, no es difícil adivinar qué cosa produjeron en nuestros adentros las películas sobre esos seres malditos llamados tarántulas, marabuntas, anacondas, tiburones y cualquier iguana o lagartija transfigurada en Godzilla.
Eso de ser urbano o citadino consiste en buena parte en negar el ser natural que somos (proceso civilizatorio llaman a eso), así que se van entendiendo el desapego a la tierra y el terror a la naturaleza de nosotros, los que fuimos secuestrados por la ciudad.
Esa fobia contra nuestros hermanos tiene un síntoma evidentísimo en el lenguaje: el peor insulto que usted puede proferir contra alguien en cualquier idioma moderno es animal. Si alguien no se altera porque usted lo llame así puede ser más específico e intentar con algo como burro, zorra, cerdo, gallina, gusano, chigüire o pato.

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Solos somos la gota; juntos, el aguacero: aquello fue una lección de trabajo colectivo. Táctica o estrategia que sirve para la destrucción y también para la construcción.

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Nota mental, por enésima vez: no combatir a la naturaleza sino adaptarse a ella. Si la naturaleza se opone, mejor apartarse y dejar que se le pase la furia o la traslade para otro lado. "Hacer que nos obedezca" es imposible; nosotros no somos los papás de la naturaleza sino uno de sus interesantes (y a veces muy miserables) productos.