sábado, 9 de enero de 2021

Guarimbas y venenos

Va en primera persona porque es un ejercicio de autocrítica. No se sienta nadie aludido, a menos que quiera y sienta que le sirve de provecho.

Tengo un poco más de medio siglo de disfrutar el dulce placer del envenenamiento. Azúcares, harinas y alcoholes, sumados a dos o tres hábitos citadinos que no he logrado derrotar (y parece que ya no podré, al menos individualmente), han dejado secuelas al parecer irreversibles en este cuerpo-ciudad. Como ciudades nos comportamos por dentro, así que como un hecho social trataré de narrarlo.

Como ustedes saben (yo sé que lo saben) hay una interconexión entre todos los procesos corporales, entre sus órganos (entidades o comunidades), microorganismos (ciudadanos) y funciones que cumplen. De colapsar, lesionarse o deteriorarse uno de esos componentes, los demás se desequilibran, porque algo o alguien tiene que cumplir la función del que dejó de trabajar. Se supone que la naturaleza tiene previstos esos desperfectos, pero hay una misión macro, una utopía o entelequia: un ideal que indica que si todos hacemos la chamba bien el conjunto puede hacer lo suyo con algo de armonía.

Entonces vengo yo, adicto al azúcar y a otros venenosos placeres, y empiezo a bombardear a mi ciudad interior, a mi comunidad endógena, con sustancias que no debía consumir. Y esa es la palabra clave: sucumbir al consumismo es un fallo estratégico que se paga caro. En uno de esos desórdenes y desajustes dejo que prolifere una bacteria que me arma una célula terrorista en el tracto digestivo-intestinal.

Como el capitalismo ha creado unas enfermedades y también el presunto remedio contra esas enfermedades, me puse en sus manos para atacar a los guarimberos con un bombardeo duro de un tóxico, que liquidó o tranquilizó a los facinerosos por unas pocas semanas. La guarimba volvió y yo insistí con el arma mortal: veneno para los malvivientes. Pero ese veneno también se fue quedando en las calles, en el sistema circulatorio de mi ciudad, en sus transeúntes y trabajadores. Poco más de un año transcurrió desde el primer ataque y he aquí que una de mis instituciones de adentro, que cumple una función importantísima como la absorción de vitaminas, proteínas y otros combustibles importantes para el funcionamiento de la sociedad (como la gasolina, el gas o la electricidad) dejó de funcionar. Es decir, a la ciudad estuvieron entrando alimentos y recursos energéticos, pero la institución encargada de darles paso hacia los barrios, instituciones y organismos, dejó de trabajar. Entonces los ciudadanos (glóbulos rojos, blancos y plaquetas) empezaron a morir a una velocidad más alta que su tasa de nacimiento: morían por millones pero la médula ósea (el impulso reproductivo de los ciudadanos, la fábrica de gente) se puso en huelga.

Y pues ya, no más gente para la ciudad. Una ciudad sin personas es una ciudad muerta; los pocos glóbulos rojos que quedaban (porque casi todos murieron o emigraron), cuya misión es transportar un material tan importante como el oxígeno a todos los órganos (comunidades, expendios, ministerios, escuelas) ya no daban para transportar nada, y la ciudad-cuerpo empezó a perder energía. A deprimirse, a no entender, a no lograr movilizarse. Y entonces, para completar el cuadro dramático, reaparecieron las guarimbas y el terrorismo, ya sin defensores que los atajaran.

Tuve un primer impulso, que fue insistir con el bombardeo del mismo tóxico de siempre, pero me detuve o me detuvieron a tiempo. La ciudad fue declarada en emergencia, hubo que recibir ayuda humanitaria (par de transfusiones de sangre, medicamentos varios), hasta que empezó a recuperarse, no sin antes recibir una información clave: el veneno que la estaba liquidando, aparte del tóxico para quebrar las guarimbas intestinales, era la alimentación. Lo que he comido por más de 50 años. Se le informó a la ciudadanía que somos una ciudad celíaca, alérgica al gluten; la ciudad siempre había hecho chistes con eso, pues esas palabritas suenan a vainas de viejas ricas o sifrinas a quienes no les gusta comer cualquier cosa.

Pero no, el diagnóstico es certero: el veneno acumulado ya hizo su trabajo conspirativo, así que ya no se le puede permitir la entrada: ni trigo, ni cebada, nada que contenga cereales de climas, culturas y países con duros inviernos: adiós al pan, a las pastas, a la cerveza. Ya tengo un mes sin dejar de ingresar esos elementos perturbadores al organismo y aquí vamos, recuperando energía, kilos y funcionamiento.

Anotación final: al que hay que castigar urgentemente es al órgano rector de todo esto, al alcalde mayor o legislador: el cerebro tiene años diciendo, analizando y escribiendo vainas como que el ser humano de estas tierras, hecho de maíz, yuca, frijoles, y auyamas, no tiene por qué andar importando y consumiendo trigo o cebada en grandes cantidades. Esas cosas no son de aquí, son cuerpos extraños en nuestro cuerpo social y en nuestro cuerpo humano. Además, esos elementos ya están envenenando también al ser humano europeo, porque todo alimento procesado y envasado trae porquerías antinaturales.

El cerebro sabe todo eso, pero el cuerpo es bochinchero. Y cuando el cerebro no hace el esfuerzo suficiente para poner orden, vienen las guarimbas y terroristas a imponer la muerte y la destrucción.

 

Originalmente en: http://ciudadccs.info/2021/01/07/monte-y-culebra-guarimbas-y-venenos/

 

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