Eugenio tenía meses padeciendo las molestias de la tensión
arterial y la retención de líquidos. Todos esperaban que se recuperara, como se
recuperó hace 3 años de un ACV que lo dejó en cama torcido y enflaquecido, y
del que se levantó como buen montañés hecho para la guerra. Pero el 26 de
diciembre, rodeado de familiares y vecinos suyos, lo recostaron en la perezosa
que tenía en el zaguán y allí cerró los ojos plácidamente, sin dolores ni
escándalos. Tenía 88 años y 5 meses. En 1971 había decidido instalarse en la
comunidad La Quinta, en un sector del que fue fundador; apenas había dos
ranchos a su llegada.
Nacido el 27 de julio
de 1927 en El Pagüey, pero trujillano por ascendencia y por cultura, José
Eugenio Becerra Rivas parecía un ser sacado de una película mexicana. Era hijo
de Segundo Becerra y Encarnación Rivas, señores del siglo XIX que le enseñaron
el valor del trabajo y ese código de honor de los viejos de antes: nunca dejó
de cumplir una promesa o saldar una deuda. “El buey por el cacho y el hombre
por la palabra”, era su dicho favorito, pues resumía la ética del ser humano
dispuesto a ganarse el respeto de todos.
Las proezas de este agricultor y obrero, sus hazañas
verídicas, sólo se quedaban chiquitas cuando se ponía a echar los cuentos de
las “otras” hazañas, las que soltaba con esa chispa propia de los antiguos
aventureros para hacer reír a los oyentes. Sabroso era sentarse a escucharle la
historia del día en que se metió en un río a pescar y salió con un pescado en
cada mano, uno en la boca, uno en cada sobaco y seis más que traía sujetados
entre los dedos de los pies.
Pero más allá de estos juegos verbales estaba la verdad de
su inmensa fuerza física. Una vez llegó a la casa cargando un tronco enorme que
rescató del río Santo Domingo. Cuando soltó el gigantesco árbol tenía la
clavícula salida sobresaliendo por encima de la camisa.
Trabajó en las principales obras de ingeniería de Altamira y
zonas cercanas: el complejo hidrológico Planta Páez, represa La Mitisús, malla
de concreto armado de la Peña de la Yuca; obras de electrificación de Calderas,
el muro del cementerio de Altamira. Así que fue uno de los protagonistas
anónimos de esas obras colosales que le dieron la actual forma a este
territorio.
De joven fue parrandero, mujeriego y coplero; a todo lo que
sus interlocutores decían él les respondía con versos en rima. Peleador y poco
dado a los juegos y bromas pesadas, a más de uno lo durmió de un solo
derechazo. Tomaba hueso de salvaje (oso frontino) molido y solía tomarse la
sangre de los animales que mataba en sus jornadas de cacería.
Sentía debilidad por el chimó, y cuando no encontraba su
ración porque se le había extraviado en la casa decía una oración insólita:
“Ánima del más vicioso, con tal que me aparezca le regalo una buena comía de
chimó”. En el año 95 se hizo cristiano evangélico y “Adiós, botellas de
vino...”.
Siempre trabajador y respetuoso de los lazos familiares, sus
7 hijos (Isidro, Domingo, Reyes, Victoria, Jacinto y Gregorio) los tuvo con su
única esposa, María Florinda Ramírez. Esos 7 hijos le sobreviven, junto con 16
nietos y 3 bisnietos.
Reyes y José Gregorio recuerdan con agradecimiento como,
desde que tenían 5 años, los ponía a cargar leña y a sembrar martinico y
caraotas, para que aprendieran desde niños lo que le enseñaron a él: el amor
por el trabajo y por la siembra.
En Piedemonte nos sentimos orgullosos de haber conocido a
este formidable ejemplar de pueblo, patriarca de tiempos románticos y
grandiosos. Eugenio fue uno de nuestros millones de padres y abuelos
esclavizados por el capital, explotados pero íntegros en su dignidad.
Descanse en paz. Vaya nuestro abrazo fraterno a su familia.
Publicado en el periódico comunal Piedemonte. Enero de 2016
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