El personaje se las traía; algo debía tener en el equipaje
vital alguien que cultivó renombre y laureles en Suramérica y el Caribe,
durante más de medio siglo, como luchador, torero, compositor, actor de
televisión, periodista, guionista de cine, playboy, fotógrafo de famosos. Como
fue fotógrafo en un tiempo en el que todavía se revelaba en cuarto oscuro y las
fotos había que verlas y “trabajarlas” en papel, puede uno aventurar que el
hombre además fue un adelantado en montaje y edición en la prehistoria del
Photoshop. Alguna de sus extrañas piezas o montajes se incluye en estas
páginas.
Un día de 1999 nos fuimos tras el caballero que ostentaba
semejante historial o carta de presentación. Gustavo Séclen Ménchola, El Chiclayano, leyenda latinoamericana
de la lucha, nos recibió en la planta alta de un viejo edificio ubicado entre
las esquinas de Dolores y Quinta Crespo, cerca de la sede de aquel canal que se
llamó RCTV. Aquí El Chiclayano mató uno de sus últimos tigres haciendo fotos de
actores y actrices. Frente a su cámara desfiló toda la pléyade farandulera
activa en los años 80 y 90. Pero frente a sus ojos y su memoria desfilaron
personas más interesantes de muchos países.
Varias veces durante aquel encuentro nos dijo en tono menos
confidencial que propagandístico: “Mire, hay cosas que uno, cuando es caballero,
no debe andar diciendo por ahí. Yo guardo algo con mucho celo, y no sería
correcto que se lo diga a usted”. La primera vez que me lo dijo le concedí la
razón con un “Ah bueno, está bien”. A la tercera o cuarta vez fui
comprendiendo: el hombre tenía algo atravesado entre el pecho y la espalda y
quería darme la primicia. Al final la soltó. Por cierto que no la publiqué, por
razones que me parecieron comprensibles hace 18 años. Pero ha pasado el tiempo,
el señor Séclen ha fallecido (mayo de 2011, a los 89 años) y los otros
participantes del cuento también, así que bueno, soltar aquella anécdota tardía
como que no escandalizará o afectará a nadie a estas alturas.
Con la cara pelá
Fue un ídolo internacional de esa actividad que se llama
popularmente Lucha Libre. Nuestros padres y abuelos se dejaron seducir también por
su denominación anglosajona: Catch as catch
can. Una vez venezolanizada, la expresión ponía a la gente a decir un corto
trabalenguas, y no a todo el mundo le quedaba bien el acto de decir que se iba
para la casa porque ya iba a empezar el Cachacascán.
Era la Venezuela que se dejaba impresionar con cualquier cosa que saliera en la
televisión, ese invento fenomenal recién llegado (años 50-60 del siglo XX).
Pero para hacerle justicia a la época hay que decir que no es preciso ser muy
impresionable para sentirse cautivado por un espectáculo consistente en ver a
un montón de tipos enmascarados cayéndose a pingazos, patadas y llaves estranguladoras.
Gracias al cine y a las historietas o suplementos, la lucha
libre (y el cachacascán) tuvo entre sus primeros ídolos mundiales a El Santo,
un enmascarado mexicano a quien nadie nunca jamás le quitó la máscara en
combate. Contrariando ese tremendo antecedente, en un espectáculo cuya
identidad o parafernalia visual estaba basada en buena parte en lo original y
único de cada máscara, Gustavo Séclen se daba el tupé de combatir con su cara
al aire.
No era el único (hubo un Lotario y otros peleadores sin
careta) pero tal vez sí el más famoso de los que participaban en esa fiesta de
la fantasía, la invisibilidad y el simulacro mostrando rostro y señales. Una de
las consecuencias más felices de esa decisión es que él mismo se hizo famoso,
tal vez más que el personaje que encarnaba. Los demás luchadores sólo se
ganaban aplausos o rechiflas mientras lucían sus trajes y disfraces, y al terminar
el espectáculo volvían a ser señores comunes y corrientes, ciudadanos anónimos,
un poco robustos ellos; en realidad más gordos que atléticos la mayoría. Al
terminar el espectáculo dejaban guardado a su personaje en el ropero hasta el
próximo show. El Chiclayano no: el hombre era un ídolo en el ring y cuando se
bajaba de allí era más idolatrado todavía, porque era el mismo tipo: un peruano
de mirada andina, buena gente, salido de aquellos montajes que calificaban y
todavía califican como actividad a medio camino entre el teatro, la danza y el
deporte.
Años después se hizo ídolo en Venezuela otro luchador sin
máscara: Bassil Battah. Pero este era el dueño de la Liga Venezolana de Lucha:
así cualquiera.
El Caribe a sus pies
“Desde mi debut formé parte del bando de los buenos”, decía con
orgullo. La declaración (o el orgullo) cobra sentido cuando uno recuerda o se
entera de que el ceremonial de la lucha libre está compuesto, como toda vida o
ficción de aventuras que se precie, por buenos y malos, héroes y villanos.
¿Cómo logra un luchador ser declarado héroe (de los buenos) en un entramado
donde no hay crimen que castigar, donde el anunciador informa que hay unos
luchadores despreciables que el público debe odiar, pero nunca explica por qué?
En la época del Chiclayano lo decidían estos factores: el carisma, ese
misterioso encanto de las personalidades atractivas o magnéticas; las
condiciones atléticas, la capacidad para inventar rutinas, llaves, coreografías
acrobáticas, y lo que le salía de los cojones al empresario. El tipo que ponía
los reales para montar eventos decidía quién ganaba y quién perdía (ve, el
dudoso mérito de Bassil) y esa decisión la tomaba al ver las cualidades de los
luchadores en el gimnasio.
En aquella conversación, ya retirado y a sus 77 años, evocó
con todo detalle el momento de su debut allá en su Chiclayo (Perú) natal: cómo
aquel muchacho de 64 kilos se hizo ídolo de multitudes al enfrentar a un
gigante de 120 y no dejarse despescuezar. Contó las peregrinaciones y maromas
que tuvo que hacer para que lo aceptaran y aplaudieran en Lima, luego en Argentina,
Chile, Ecuador, Colombia. Sus dos destinos fundamentales, los de la gloria,
fueron Venezuela (adonde llegó en 1949) y Cuba (1953). Cuando pronuncia el
nombre de este último país carraspea, voltea a los lados y dice, bajando la voz:
“Precisamente fue en Cuba donde ocurrió lo que no debería contarle, pero usted
entenderá”. Y claro, yo lo entendía. Perfectamente.
Uno de los aportes de su paso por el Pancracio (eh:
Pancracio se le llama al espectáculo y a la arena de combate en la lucha. Gracias,
Google) fue la forma en que se especializó en una suerte o rutina llamada La Tijera Voladora, que se ejecuta así:
usted se para sobre las cuerdas del ring, se eleva más de dos metros por los
aires, atrapa con las dos piernas cruzadas el cuello de su rival y lo arroja
como un vil muñeco hacia allá, en una proyección que emociona y enardece a todo
el mundo menos al tipo que recibe la proyección y a sus allegados. Otro golpe
con el que solía desbaratar a los malos era ligeramente menos espectacular pero
su nombre era mucho más dramático y concluyente: El Salto de la Muerte. Chiclayano fue el primer luchador que empleó
esta rutina en Venezuela.
“La lucha es como el ballet: si te falla el compañero fallas
tú también”, explicaba. “Una vez en Barinas, peleando con Black Diablo, le hice
El Salto de la Muerte. La cosa iba bien; él estaba acostado bocarriba
en la lona, yo me subí a las cuerdas y le salté encima, y cuando ya iba en el
aire el hombre decidió apartarse y yo caí en el piso. Me zafé la clavícula, y
quince días estuve sin poder caminar”. En otra oportunidad lo lesionaron con un
tackle, una patada que en el espectáculo se da con la punta del pie. Pero a él
se la zamparon con el talón y le hundieron dos costillas. Tú sabes, jugandito.
No se pelea de verdad y está prohibido ponerse bravo en la lucha libre.
La música. Y el
secreto
La personalidad y el don de gentes de Chiclayano le abrieron
puertas en otros ámbitos y facetas del mundo del espectáculo. Después de la
lucha, la que le dio más proyección y dinero fue la de compositor. En algún
momento comenzó a ofrecerles sus canciones a los grandes cantantes
latinoamericanos de su tiempo. “Grandes” significa esto: sus piezas las
grabaron Olga Guillot (Me acuerdo de ti), Daniel Santos (Divorciada), Orlando
Contreras (Por puro despecho), Felipe Pirela (Amargo sabor), Leo Marini (Sin
rencor), Tito Rodríguez (Los Toreros), Nelson Pinedo, Agustín Irusta, Porfi
Jiménez, Odilio González, Estelita del Llano.
Perdón, se me quedaban por fuera Julio Jaramillo, Los
Melódicos y Celia Cruz.
En los años 90, ya retirado de la lucha y más o menos
olvidado por las nuevas generaciones de aficionados a lo que sea, Gustavo
Séclen solía enviarles o entregarles a los músicos del momento (del nuevo
momento: últimos años del siglo pasado y principios de este) una especie de
volante promocional en el que anunciaba: “Conocido desde Argentina, México y
Cuba tiene grabados más de 60 números de su autoría grabados por grandes
orquestas y cantantes famosos (…) El Chiclayano compone desde un vals peruano
hasta una ranchera mexicana pasando por los boleros, baladas, salsas, merengues
dominicanos, congas cubanas, tangos, rap, pasodobles (…) Todas las canciones que compone El Chiclayano
tienen interés comercial para los países que se nombran. Si a usted le interesa
algún número musical no tiene más que escribir a la siguiente dirección…”. La
habilidad y la audacia puesta al servicio de esta faceta: el hombre les echaba
fotos a los cantantes que iban a presentarse en RCTV, se las vendía, y acto
seguido les entregaba el volante. Víctimas de esas patadas voladoras cayeron
rendidos, que se sepa, Willie Chirinos y Elvis Crespo.
Dato: El Chiclayano no interpretaba ningún instrumento
musical. Él tarareaba sus canciones y algún amigo músico se las convertía en
partituras. “Lo único que toqué bien en mi vida fueron nalgas y piernas. Ah,
porque también fui masajista”, dijo riéndose sabroso, como tiene que reírse uno
cuando recuerda ese tipo de cosas. Parece que cuando dijo “nalgas” tuvo una revelación
o epifanía, porque de pronto se puso muy serio, casi solemne, y soltó aquel
secreto de medio siglo de antigüedad:
--Bueno, le voy a contar ese asunto de caballeros, pero le
pido por favor que no lo publique. Estando en Cuba, yo me acosté con la mujer
del presidente Prío Socarrás.
--¡Cómo va a ser!
***
El hijo del Chiclayano, Roberto Séclen (El
Chiclayano Jr.) continuó la leyenda de su padre, participando en carteleras de
lucha y entrenando al talento del futuro.