lunes, 7 de marzo de 2016

"El buey se conoce por el cacho; el hombre, por la palabra"


Eugenio tenía meses padeciendo las molestias de la tensión arterial y la retención de líquidos. Todos esperaban que se recuperara, como se recuperó hace 3 años de un ACV que lo dejó en cama torcido y enflaquecido, y del que se levantó como buen montañés hecho para la guerra. Pero el 26 de diciembre, rodeado de familiares y vecinos suyos, lo recostaron en la perezosa que tenía en el zaguán y allí cerró los ojos plácidamente, sin dolores ni escándalos. Tenía 88 años y 5 meses. En 1971 había decidido instalarse en la comunidad La Quinta, en un sector del que fue fundador; apenas había dos ranchos a su llegada.

Nacido el 27 de  julio de 1927 en El Pagüey, pero trujillano por ascendencia y por cultura, José Eugenio Becerra Rivas parecía un ser sacado de una película mexicana. Era hijo de Segundo Becerra y Encarnación Rivas, señores del siglo XIX que le enseñaron el valor del trabajo y ese código de honor de los viejos de antes: nunca dejó de cumplir una promesa o saldar una deuda. “El buey por el cacho y el hombre por la palabra”, era su dicho favorito, pues resumía la ética del ser humano dispuesto a ganarse el respeto de todos.
Las proezas de este agricultor y obrero, sus hazañas verídicas, sólo se quedaban chiquitas cuando se ponía a echar los cuentos de las “otras” hazañas, las que soltaba con esa chispa propia de los antiguos aventureros para hacer reír a los oyentes. Sabroso era sentarse a escucharle la historia del día en que se metió en un río a pescar y salió con un pescado en cada mano, uno en la boca, uno en cada sobaco y seis más que traía sujetados entre los dedos de los pies.
Pero más allá de estos juegos verbales estaba la verdad de su inmensa fuerza física. Una vez llegó a la casa cargando un tronco enorme que rescató del río Santo Domingo. Cuando soltó el gigantesco árbol tenía la clavícula salida sobresaliendo por encima de la camisa.
Trabajó en las principales obras de ingeniería de Altamira y zonas cercanas: el complejo hidrológico Planta Páez, represa La Mitisús, malla de concreto armado de la Peña de la Yuca; obras de electrificación de Calderas, el muro del cementerio de Altamira. Así que fue uno de los protagonistas anónimos de esas obras colosales que le dieron la actual forma a este territorio.
De joven fue parrandero, mujeriego y coplero; a todo lo que sus interlocutores decían él les respondía con versos en rima. Peleador y poco dado a los juegos y bromas pesadas, a más de uno lo durmió de un solo derechazo. Tomaba hueso de salvaje (oso frontino) molido y solía tomarse la sangre de los animales que mataba en sus jornadas de cacería.
Sentía debilidad por el chimó, y cuando no encontraba su ración porque se le había extraviado en la casa decía una oración insólita: “Ánima del más vicioso, con tal que me aparezca le regalo una buena comía de chimó”. En el año 95 se hizo cristiano evangélico y “Adiós, botellas de vino...”.
Siempre trabajador y respetuoso de los lazos familiares, sus 7 hijos (Isidro, Domingo, Reyes, Victoria, Jacinto y Gregorio) los tuvo con su única esposa, María Florinda Ramírez. Esos 7 hijos le sobreviven, junto con 16 nietos y 3 bisnietos.
Reyes y José Gregorio recuerdan con agradecimiento como, desde que tenían 5 años, los ponía a cargar leña y a sembrar martinico y caraotas, para que aprendieran desde niños lo que le enseñaron a él: el amor por el trabajo y por la siembra.
En Piedemonte nos sentimos orgullosos de haber conocido a este formidable ejemplar de pueblo, patriarca de tiempos románticos y grandiosos. Eugenio fue uno de nuestros millones de padres y abuelos esclavizados por el capital, explotados pero íntegros en su dignidad.

Descanse en paz. Vaya nuestro abrazo fraterno a su familia.

Publicado en el periódico comunal Piedemonte. Enero de 2016

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