miércoles, 1 de abril de 2015

Curso práctico para querer a Venezuela

No es un contrasentido venir a hablar de un libro (de este en particular) cuando en el ánimo general está instalado el impulso de hablar de la guerra. Porque, precisamente en lo que esta publicación revela, escudriña y difunde, se encuentra la clave que nos puede permitir ganar guerras económicas, informativas, culturales o abiertamente bélicas.

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Otro impulso galvanizado en el cerebro, o tal vez sólo en la superficie de la piel de casi todo el mundo, es ese que nos empuja a decir "Yo amo a mi país". Esto es así incluso cuando es obvio que no lo conocemos; imagínense cuando nos hemos dedicado a recorrerlo. La rara noción de "patria" instalada en la psique colectiva es tan fuerte que incluso un imbécil como Ricardo Sánchez es capaz de vociferar un violento amor a Venezuela, cuando es evidente que ese saco de grasa y ruidos intestinales nunca ha rebasado las fronteras de Tazón y tal vez Guatire.

Es verdad que a punta de consignas, lecturas más o menos dirigidas, degustaciones del himno nacional y retazos de la epopeya de Bolívar se ha levantado una ciudadanía capaz de indignarse contra cualquier amenaza de ataque a Venezuela, como en efecto procede y es necesario. Pero un momento, mi compai: si usted no conoce a una persona no puede estar tan perdidamente enamorado de ella, y si no conoce un país no puede amarlo hasta el punto de querer ofrendar su vida por él si un maldito yanqui osa mancillar su sagrado suelo.

Como este tipo de discusiones casi siempre se queda en el terreno de la especulación y las suposiciones, ya que nadie está obligado a ir a despescuezar al embajador gringo para demostrarle a otro cuán venezolanista y patriótico es, viene al pelo la publicación que acaba de presentar la editorial Estrella Roja en la Filven, esa titulada "Historias de Comunas. Donde Chávez vive". Este libro, cuyo contenido y alcance rebasa el simple objeto editorial y sus 24 crónicas publicadas (ya veremos que es producto de un trabajo que se inició hace un año y medio y cuyo espíritu y músculo continúa produciendo material) es el más importante de los publicados en ese siglo, por dos o tres razones que tiene mucho sentido discutir y profundizar en este momento.

La recopilación puntual de historias de la gente que protagoniza el proceso de construcción del Estado comunal se inició el año 2013, cuando Reinaldo Iturriza era ministro de Comunas. El equipo que se instaló en ese ministerio convocó a un montón de jóvenes comunicadores, les explicó en qué consistía el asunto de las comunas en formación y los mandó a viajar por toda Venezuela en busca del cuento fundacional de ese otro país que estamos empezando a gestar.

Hay un blog ( http://comunaadentro.blogspot.com/ ) que recoge un puñado de esos cuentos, recabados y escritos por jóvenes con sensibilidad para captar la esencia de las historias, destreza para construir buenas crónicas escritas y ganas de seguir hurgando en la memoria viva de nuestro pueblo. La experiencia produjo también materiales fotográficos y audiovisuales (https://www.youtube.com/watch?v=Hjn3HjfCXn8 ), así que la experiencia ha sido más dinámica que el simple recorrido de un lánguido periodista por algunas comunidades.

Lo que me parece extraordinario del libro es precisamente la dinámica que le da o está dando cuerpo: el ejercicio consistente en enviar gente joven de una ciudad para otras u otras; en estimular a muchachos citadinos talentosos para la escritura y con hambre de relatos de carne y hueso, para que se zambullan en el pueblo del que tanto hablamos, a veces sin conocerlo realmente en su grandiosa complejidad. Uno de esos cronistas de la nueva generación ha declarado que en el estado ideal de esta iniciativa las propias comunidades deberían producir y procesar en materiales informativos sus propias historias. No le falta razón, pero la dinámica que promueve el contacto directo entre gente de unas regiones y otras debe mantenerse, como en efecto parece que se proyecta mantener.

El Perro y la Rana ha publicado docenas de historias locales escritas por las comunidades y por sus propios recopiladores, pero el concepto de ahora es distinto: la historia del pueblo debe propagarse, pero hay que ir prescindiendo de los métodos que promueven el autoencierro y el aislamiento físico: más que sentarse en Maturín a leer el cuento del páramo trujillano, vale la pena enviar al muchacho monaguense a Trujillo para que intercambie con el andino mi cuento por el tuyo: Niquitao dialogando con el Guarapiche cara a cara, cuerpo a cuerpo.

Sólo multiplicando esta forma de recorrernos y reconocernos podremos vencer el inmenso daño que nos produjo el capitalismo industrial, la forzosa urbanización del país, cuando secuestró a nuestros abuelos rurales para hacinar a toda su descendencia en ciudades hipertofiadas. De ese secuestro masivo proviene la insólita manera de odiarnos hasta tal punto de admitir, ya no como chiste sino como hecho verídico, que el gocho es bruto igual que el barloventeño, el maracucho grotesco y atropellador; el caraqueño sifrino, el valenciano débil, cobarde y maricón; el oriental borracho, el llanero flojo al igual que los indios: así nos quebraron el mapa humano y el derecho a conocernos y a querernos los mismos que han dicho que Chávez inventó el odio entre los venezolanos.

Tarea urgente en desarrollo: que los chamos, antes de seguir diciendo que aman a Venezuela, salgan a conocerla en serio. Que un puñado de cronistas jóvenes inicie esa misión no cumplirá el objetivo, pero sí lo puede iniciar y estimular, mucho más que la lectura semanal del mismo sesentón encorbatao hablando de la Batalla de Santa Inés sin haberse acercado nunca a menos de 400 kilómetros del sitio. Un equipo de jóvenes que se quede a compartir y conversar unos días con la gente en el eje El Real-La Luz-Santa Inés entenderá y hará entender mejor a Zamora que el sabio cabeceverga que se enteró de algunas cosas leyendo en su biblioteca de El Cafetal a José León Tapia. Tan chavista el viejo, vale.

En eso anda este equipo que ahora se instaló en Min Cultura, y reconforta, además, que las firmas que han salido a recorrer los caminos son nombres nuevos, voces no consagradas por el estatus, ni por clanes, ni por la industria cultural; muchachos cuya edad promedio no llega a 28 años y que están llamados a ir revitalizando las publicaciones y espacios de difusión. La Revolución debe demostrar, también en este ámbito, que es capaz de sacar sangre nueva a librar las batallas del verbo. En el borde de mi medio siglo creo saber de qué estoy hablando cuando me refiero a la necesidad de ir sustituyendo por nuevos guerreros de la palabra a esos nombres y discursos ya cansones: esos que deberíamos andar figurando menos y estimulando más a los que vienen.

Post data individualista y personal: tengo rato echando discursos sobre la profunda estupidez de quien se cree superior (a otros) por haber leído y escrito mucho; sobre la horrenda frivolidad del que siente que esos "otros" encerrados entre paréntesis en la oración anterior deberían considerarlo a él, al intelectual formado más a punta de libros que de vivencias, el conductor y sujeto más importante de la Revolución. A causa de esto casi siempre me acusan de haber dicho que leer es malo, lo cual me reconfirma esa profunda estupidez, la del que sólo sabe o cree que sabe leer. Al que tuvo la cortesía de llegar hasta este punto del artículo le digo: vale más el que vive la historia que el que la cuenta, pero un cronista-recopilador consciente de su misión (prestarle su voz de pueblo al resto del pueblo) es un soldado muy valioso para nosotros, y muy peligroso para ellos. Peligroso para la seguridad nacional de todo imperio o hegemonía nacional, transnacional o ideológica que nos prefiere divididos y mirándonos como desconocidos.

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