viernes, 27 de diciembre de 2013

El turismo depredador y la destrucción del país

Se ha convertido en viral el fragmento de un programa de televisión en el que Valentina Quintero echa unas lágrimas hablando de lo jodida que encuentra a Venezuela. Esta periodista, que se ha hecho famosa (y se ha llenado de billetes) promocionando las posadas que la alojan y los comederos que le dan de comer en toda Venezuela, se refiere allí a la destrucción física y espiritual de un país que dice y cree conocer muy bien porque se ha dedicado a recorrerlo:


Tiene razón Valentina en buena parte de su diagnóstico, pero se equivoca al detectar el origen del desmadre. Ella es como el médico que te dice al revisarte: "Usted tiene gripe", y está en lo correcto. Pero acto seguido sentencia: "Y esa gripe le dio por comer espaguetis". No me refiero a algo que está de anteojito: como todo escuálido que se precie (o se desprecie) no aguanta las ganas de echarle al gobierno un tolete de la culpa por el deterioro de lo que sea; en este caso se refiere la periodista viajera al caso del contrabando de gasolina y el de la gente que va al exterior a buscar su cupo Cadivi y regresa al país a vender los dólares 10 veces más caros que como los compró. Pero como el antichavista promedio está entrenado para escuchar que alguien diga "Gobierno" y acto seguido volcar toda la catarata de mierda previa y posterior sobre el objeto de su odio, entonces tenemos que hay un gentío, que cree que sabe lo que dijo Valentina, regando por ahí que el turismo en Venezuela se jodió por culpa de los gobiernos de Chávez y de Nicolás Maduro... y del pueblo venezolano (que se empeña en ser chavista).
A ver qué es lo que tenemos.
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Valentina se diferencia de la enorme mayoría de sus compañeros de clase sifrina en que ella, al menos, ha recorrido el país del que decidió ponerse a hablar en términos adoloridos. Esto es innegable: esa mujer cogió carretera hace más de dos décadas y prácticamente no ha parado (¿cómo va a parar si eso le ha proporcionado tanta plata?), y en eso se diferencia de la legión de imbéciles que creen que conocen ¡y quieren! a Venezuela sin haber salido de su maldita urbanización, como no sea para visitar un par de playas, media montaña y la décima parte de algún pueblo llanero.
A mí me consta que ella conoce la geografía venezolana y buena parte de su paisaje humano, y que tiene buenos motivos para tenerle afecto. Lo sé porque alguna vez compartí y conversé con ella sobre el par de cosas que tenemos en común (la carretera y la escritura) y porque en este video da una clave importantísima, y por cierto bastante hermosa, sobre lo que es y lo que debería ser el conocer al país: Valentina dice, en algún momento de su discurso, que para poder conectarse con la Venezuela profunda es preciso conversar con la gente, detenerse a dedicarle tiempo al contacto humano, a la conversa, al conocer a las personas y no sólo al puto paisaje. Usted nunca va a conocer a Venezuela si se limita a viajar a 180 por hora por una autopista y a echarle fotos a unos tepuyes, a unas playas y a unos niños con los cachetes rosados. Venezuela es mucho más que una locación para caerse a fotos. Y mucho más que un escenario donde usted va a echar basura en forma de bolsas plásticas, en forma de maltrato y desprecio a la gente, y en forma de ruido.
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El rosario de inexactitudes de Valentina y de su clase social deriva del hecho de creer que es posible una práctica consumista y depredadora (eso que llaman "turismo") y sin embargo tener un país limpio y cordial. Lo que nuestras sociedades conocen como "turismo" es un acto vejatorio y depredador; vejatorio, porque el burgués o caricatura de burgués pretende que a cambio de su dinero los habitantes de un pueblo tienen que tratarlo a cuerpo de rey. Usted paga y los lugareños se convierten en sus esclavos: tienen que cocinarle, prepararle y mantenerle limpia una habitación, botarle la basura, darle seguridad. Cuando usted llega a un pueblo e informa que está dispuesto a dejar unos billetes piensa que los habitantes de ese pueblo tienen que someterse a su voluntad: me limpias aquí, me sacas a pasear, te calas mi música estridente, te me pones en cuatro, me lo mamas, me botas la basura y más te vale que esto esté limpio, bonito y la gente me reciba con una sonrisa la próxima vez que yo venga, porque si no hago un video donde digo que eres un pueblo de mierda.

Hace unos pocos años le oí decir a una señora francesa algo que quiso ser ofensivo, pero que me dio una clave fundamental para comprender qué cosa es lo que pasa por la mente del depredador y por la mente del depredado en esta relación perversa llamada "turismo". Dijo la mujer que Venezuela es un fracaso como destino turístico porque "No hay vocación de servicio". Se refería la doña específicamente al trato "inapropiado" que le dieron en un comedero en la costa del estado Sucre. La mujer leyó la carta y decidió pedir un mero (que costaba 180 bolos). Pues llegó el mesonero, un cumanés jodedor y confianzúo como todos los cumaneses humildes, caribe hasta las metras, y le dijo, después de golpetearle dos veces el hombro con el dorso de los dedos y acercársele a 20 centímetros de su blonda cabellera europea: "¡Muchiachia! ¿Por qué mejor no te comes un pargo, que es más sabroso y te cuesta 80 bolos? Además ese mero tiene como tres días en una nevera". Esta escena de espanto hizo que la francesa volara aterrada a decirles a sus compatriotas que el turismo en Venezuela es una mierda, y que nosotros necesitábamos E-DU-CA-CIÓN.
Es decir: si usted quiere satisfacer a un europeo (o a un burgués venezolano que se cree europeo) tiene que abstenerse de ser como es y comportarse conforme a unas normas, una etiqueta, un estudiado amaneramiento y una falsa amabilidad. Para los ricos y la clase media respeto significa buenos modales.
Me vienen a la mente los mexicanos, que sí tienen vocación de servicio: un mesonero mexicano te dice "Mande, patroncito" cada vez que levantas el dedo y tiene prohibido alzar los ojos del piso o de la mesa. Para los europeos un país exitoso es uno donde el verbo servir se parece tanto al adjetivo servil.
Por lo demás, cuando sólo las clases altas viajaban, el turismo era para éstas una delicia: había un país casi virgen, entregado a ellas; ahora que ha crecido la población, que la industria automotriz llenó de vehículos las carreteras y que la capacidad adquisitiva es alta, los lugares que eran más o menos recónditos se han llenado de gente con el chip consumista a toda mecha. Y donde hay consumismo hay basura; y donde hay basura y consumismo la tradicional serenidad de las culturas que vivían de sus oficios se convierte en impuesta velocidad: ya no hay que preparar media docena de sopas de pescao al día sino 600. Cuando una comunidad ya no cocina para alimentarse y obsequiar al viajero ocasional sino para vender y vender y vender y vender y vender su patrimonio culinario se deteriora y lo mismo le pasa al resto de su cultura. Porque cuando se torna imposible cocinar con cariño ya el cariño desaparece de todo lo demás: del trato, del resultado de la cocina, de la calidad de los recuerdos que te quedan de la experiencia.
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Por supuesto que de un tiempo para acá la hospitalidad natural de muchos pueblos de Venezuela se ha ido trastornando, pervirtiendo y luego extiguiendo a causa del mal mayor, el origen del desperfecto que Valentina desconoce o que no quiere ver: la dinámica que hizo del viajar un asunto mercantil. Nada puede darse hermoso, amistoso ni natural si su motor principal y razón de ser es el dinero. Usted no puede querer a Venezuela si la recorre exigiendo atención y servicios a cambio de sus billetes, de la misma manera que nunca obtendrá un amor limpio de una persona si le paga para que lo ame. "Te doy 500 si me acaricias y me dices: mande, patroncito": así no puede construirse una relación sana, ni entre las personas ni entre los pueblos.
Después de décadas de recibir a turistas ricos y de clase media que volvieron mierda infraestructura y relaciones a cambio de plata, los pueblos anfitriones copiaron la conducta y ahora están cobrando por el atropello. El turista robó, vejó y sometió a los pueblos porque tenía plata; ahora se queja cuando es vejado y estafado en los pueblos, en los que ya no abundan el desprendimiento y la entrega de antes. Todavía quedan lugares donde te ofrecen el plato de comida y la hamaca a cambio de nada, pero si llegas con la actitud del turista clásico, que paga para que le sirvan, la respuesta siempre será cobrarte con sobreprecio, y esa actitud puede que no sea correcta pero es justa: la especulación del vendedor de empanadas contra el burro engreído que quiere que le lengüetees los zapatos porque él te está pagando es un acto de justicia. De amarga justicia. El mesonero cumanés haría bien en servirles a las próximas francesas o turistas afrancesadas el pescado más chimbo y cobrárselo como si fuera mero (total, los burgueses que dicen o creen tener el paladar muy bien entrenado no saben distinguir entre un mero y un bagre). ¿Quedamos en que para los ricos y la clase media eso de respeto significa buenos modales? Entonces dígale buenos días y róbelo amable y respetuosamente (con modales refinados y distancia y categoría con los señores). Se lo van a agradecer toda la vida.
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¿Basura? La pulcritud de los lugares más hermosos de Venezuela se jodió porque, mientras al ciudadano lo ametrallan diciéndole que no arroje basura a la playa sino que la eche en bolsas plásticas, no termina de aflorar la voz que le grite en la oreja que las bolsas plásticas también son basura, y que una vez producida esa mierda no hay forma de esconderla
Valentina enumera, entre los males que ensombrecen el turismo, el estado de las carreteras del país. Es cierto que hay muchas carreteras jodidas, en efecto, pero esto no califica como problema mayor: si usted al viajar lleva en la mente la compra del cariño de los demás ya ese viaje es perverso, se desplace por una superautopista lisita o por una exposición de cráteres. El problema no está en el camino sino en lo que lleva en la cabeza el caminante.
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El metamensaje del discurso de Valentina dice: "Los venezolanos no queremos a nuestro país". La verdad es: "La clase media y los ricos, que son quienes han viajado y deteriorado al país, no quieren a Venezuela". El odio y la destrucción del país la diseñó y perpetró en primer término una clase social, que fue la clase dominante: la burguesía que para financiar su ascenso debió depredar y destruir la naturaleza y el precario tejido social venezolano durante el siglo pasado. Cierto es que los pobres nos aplicamos también a profundizar esa destrucción que es la nuestra, pero el origen de la hecatombe es claro: el capitalismo industrial llevó a cabo en el siglo XX una dantesca empresa de fomento y/o profundización del odio entre los pueblos, y esa es la razón por la que todas las regiones sienten prejuicios y odios insólitos e irracionales por las otras: nos inculcaron la idea de que los orientales son borrachos, los maracuchos pendencieros y gritones, los andinos (gochos) brutos, los caraqueños sifrinos, los llaneros flojos, los corianos asesinos, los valencianos maricones. Y nosotros, que en realidad somos jodedores, hemos hecho de este monstruoso paquete ideológico un chiste, no sé si para nuestra desgracia o para nuestra salvación. Pero el proceso de dividirnos como pueblo se ejecutó y las consecuencias están allí, visibles y dolorosas.
¿Queda algo de Venezuela después del festín? Sí: Venezuela está en esos pueblos que usted, sifrino y coñoemadre con plata, destruyó sistemáticamente. Esos pueblos están llenos de venezolanos pobres. Ningún lanchero o pescador de Mochima puede decir que un andino del páramo de La Culata le destruyó un pedazo de playa. No: la playa la destruyeron los ricos, los sifrinos y los malandros con plata mientras el andino soportaba también la destrucción de su páramo. Y la destrucción es no sólo de la infraestructura y el paisaje sino de los hábitos y costumbres, porque cuando un lanchero de Morrocoy arroja botellas de cerveza y envases de aceite al mar más hermoso del Caribe no está sino imitando al citadino depredador y engreído que vino a "enseñarlo" a comportarse como un patán de película gringa, como un hijo de la gran puta que desprecia a la naturaleza y por eso la atormenta con sus equipos de sonido y sus desechos.
Detrás de este escenario de descomposición, que cualquiera diagnosticaría como descomposición de la ciudadanía (caso Valentina Quintero) se esconde el gran culpable que es la industria que produce basura y pretende que los ciudadanos se la limpiemos y ocultemos. Al respecto, hace unos pocos años hice estos videos allá cerca de la entrada de Mochima: la empresa más contaminante de la zona (Cemex) regañando mediante pancartas a los turistas para que no boten chicles, botellas ni pilas en la playa. Uy, qué preocupada la cementera por la contaminación:



Eso fue lo que nos dejaron como país: un escenario donde ser amable y cordial es ser güevón, y donde hay que joder al otro para poder calificar como gente exitosa.
Pero no es que los venezolanos no amemos a Venezuela: es que unos venezolanos viajeros dejaron una estela de destrucción a su paso y le destrozaron pueblos, culturas y afectos a otros venezolanos.
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¿Tiene solución esta enfermedad social? La tiene: pasa por que los venezolanos pobres nos planteemos la tarea de ir a conocernos como venezolanos. No a punta de billete sino de afecto: viajar para conocer a la gente, que es la única forma de conocernos como país. Dialogar, compartir y participar en lo que sea preciso participar, no como turista que paga por ser servido sino como gente que va dispuesta a enseñar y a aprender oficios; a compartir saberes e ignorares, o aunque sea información sobre nuestros pueblos y nuestros seres humanos.