domingo, 25 de agosto de 2013

Crónicas caraqueñas

La revista Épale, la dominical del diario Ciudad Caracas, ha hecho una hermosísima convocatoria: quiere que la gente que vive o vivió en Caracas envíe a su redacción los escritos (crónicas, cuentos, anécdotas: sus memorias personales) de las cosas que recuerden de sí mismos, escenificadas en algún lugar de la ciudad. La revista ha inaugurado una sección de minicrónicas donde se publicarán esos textos (no deben ser mayores de 2 mil caracteres).
Parece un acto simple y lo es, pero el acumulado se intuye grandioso y es así de importante: a medida que las docenas, cientos o miles de caraqueños que acaten la convocatoria vayan publicando sus fragmentos de vida estará cobrando forma en esa revista una obra colosal: LA HISTORIA DEL PUEBLO DE CARACAS. No la historia esa llena de héroes mantuanos, grandes oradores, políticos, doctores y demás güevones de paltó y corbata: la historia del pueblo, esa "historia menor" que es la historia grande de nuestra gente, quedará registrada en un documento colectivo formidable, y ve tú a saber si alguien dentro de un tiempo se anima y publica ese aporte del pueblo a su propia cultura. La historia del pueblo de Caracas contada por sí mismo, no por un autor o cronista sino por el pueblo-historiador, que somos todos nosotros, los que hemos vivido en Caracas y los que todavía viven allí.
¿Estarán sirviendo las redes como facebook y twitter para construir una dispersa y gigantesca historia del pueblo (no sólo escrita sino gráfica)? Es bastante probable, pero de eso hablamos después. Ya Épale comenzó a hacer ese registro. Comenzó con unas cuentos de gente referidos a Chávez y luego otros a propósito del aniversario de Caracas. Pero ahora la convocatoria es abierta y los temas son libres. Yo me he animado y he enviado unos aportes que ya han sido publicados (hoy apareció el segundo).
A título personal el ejercicio me está sirviendo para organizar la memoria de mi largo intento (29 años de mi vida) de convertirme en caraqueño. Ese intento ya ha concluido. Pero la memoria queda, y estos son dos pequeños fragmentos, dos crónicas caraqueñas sobre mi vida (las iré publicando cada domingo, después que aparezcan en la revista):

Crónicas caraqueñas

las suyas pueden enviárselas a:

odry.fr@gmail.com. Seguramente ya abrirán un correo sólo para esta sección.

El atraco

Publicada en Épale Ccs Nro 44, página 18: http://www.ciudadccs.info/?cat=430

Recién llegado a Caracas me puse a estudiar cuarto año de bachillerato en el liceo Fermín Toro. Todavía me ronroneaba en la oreja la advertencia de mi papá y de una madre postiza: “Cuidado con las malas juntas”. Yo todavía no sé si las juntas que me encontré entonces eran buenas o malas, pero lo cierto es que en una de esas tardes de jubilarnos y caminar sin rumbo por la ciudad yo y dos panas del liceo decidimos tirar un atraco. La víctima iba a ser un taxista.
La cosa la organizamos así: Carlos, el más robusto y con cara de malo, y que además era o parecía mayor que los otros dos, se sentaría adelante en el puesto del copiloto. Ernesto, yo y nuestras respectivas caras de güevones iríamos atrás. Al detenerse el carro en algún semáforo Carlos le clavaba un coñazo al chofer; yo, sentado justo detrás de éste, lo inmovilizaba con una llave de esas que los luchadores llaman “Doble Nelson”. Ernesto y Carlos aprovechaban para sacarle la plata del bolsillo o de donde la tuviera, y en menos de un minuto nos echábamos a correr, cada uno en una dirección distinta.
Paramos el carro en la avenida Baralt; el taxista era un señor gordo con cara de no haber dormido en una semana, buen indicio. Carlos le dijo que nos llevara al hospital de Lídice. Nos montamos y el carro echó a andar por la avenida Sucre.
Cuando pasábamos por Miraflores ya yo había perdido las esperanzas, porque el tráfico estaba ligero y el taxi viajaba a buena velocidad, sin ningún semáforo a la vista. Llegamos a la esquina donde se dobla hacia Lídice, el semáforo estaba en verde y dele, compañero, nada iba a detener a ese carro. A esas alturas yo iba pensando ya en la forma de decirles a los otros que abortáramos la misión, pero no hallaba cómo. El carro subió una, dos cuadras. Justo cuando pasábamos por la calle culebrera donde se encuentra el módulo policial el compa Carlos hizo gala de su tremendo sentido de la oportunidad, y de su fama de peleador callejero, y le encajó aquel rolo e coñazo al taxista en el pescuezo. La vaina sonó y que “prac”, así como cuando uno desguaza la pechuga de una gallina.
Transcurrió un segundo, y después dos. Y tres, y cuatro; el chofer miraba a Carlos, yo lo miraba a él y a Ernesto, los panas me miraban a mí, todo en silencio dentro del carro que bajó la velocidad pero nunca se detuvo. En vista de que yo no cumplí mi parte del libreto y los otros tampoco tuvieron corazón para seguir con el plan, Ernesto tuvo la salida colosal de aquella situación de mierda. Le dijo al taxista: “Perdónelo, señor, es que a él le dan esos ataques de vez en cuando y se pone violento. Por favor nos deja frente al siquiátrico”.

La coñaza


En la avenida Urdaneta, de Platanal a Candilito, a media cuadra de la plaza La Candelaria, existe un bar llamado Los Cuchilleros, uno de esos sitios que no cierran nunca, para alegría de algunos y desgracia de otros. Una madrugada de 1991, tipo 4 y media, iba pasando por ahí con un compa de beberes, después de haber vaciado y cerrado algún botiquín cercano. En la puerta estaba parado un carajo enorme; más o menos un metro 90, con la cara y la actitud que hay que tener en la puerta de un lugar con semejante nombre y a esa hora. Estaba, además, contando una paca de billetes. Entonces se me activó la pea chistosa, en forma de chiste de esos que sólo tienen sentido en la mente de un borracho. Le dije: “A este tipo debe ser fácil atracarlo”.
Creo que detrás del sujeto salieron ocho o diez más, y comenzó la película de kung-fú. No sé cuántas tortas me dieron, pero sí recuerdo que casi todas me aterrizaban en la boca (ese impertinente hocico que debió quedarse cerrado). Al hermano de desgracia lo manotearon bello también; ambos chorreamos sangre como para echarle una mano de pintura a una casa. En mitad del revolcón encontré una botella y en mi psique tanto o más maltrecha que el cuerpo cobró forma una especie de esperanza peliculera: “Listo, con esto me les enfrento y los jodo”. Así que agarré la botella y, tal como había visto hacer tantas veces en otras peleas callejeras, la agarré por el pico y la partí contra el asfalto. No sé qué salió mal en el cálculo, pero la botella se volvió pedazos y yo me quedé con el arito ese donde va agarrada la chapa. Y la coñaza recrudeció. Unos tipos que se hacían pasar por policías detuvieron la masacre, que terminó por allá debajo del elevado que da hacia la Andrés Bello.
Dice la leyenda negra que el labio me quedó como el de la danta esa que lleva en el lomo a María Lionza. Y que yo, para poder tomar cerveza, tenía que levantarme esa trompita con una mano y poner el pico de la botella en el labio de abajo con la otra. Esos panas de uno sí joden.

martes, 20 de agosto de 2013

La sangre en la cabeza

No es un asunto esotérico sino totalmente físico, natural y además perceptible y verificable. Es luna llena y uno siente que anda agitado, que la capacidad para razonar serenamente se va al coñísimo y uno empieza a embarrarla más que de costumbre. A uno “le pega la luna” porque, cuando hay luna creciente y ese “daleparriba” llega a su clímax en luna llena, todos los fluidos de la tierra suben. Todos: las mareas, la sangre de los animales (incluyéndonos), la savia de los árboles y plantas.
El mito del hombre-lobo tiene origen en la observación simple de un fenómeno natural y para nada estrambótico o mágico: los lobos aúllan y enloquecen en luna llena y los seres humanos también. La razón por la que la fabulación humana no creó El Hombre-Tortuga es que los aullidos de esos reptiles con carapacho tal vez no son tan sobrecogedores como los de los lobos (prohibido mencionar a las tortugas ninja, estamos hablando de fábulas serias). Pero a las tortugas, al igual que a los lobos, los humanos, las culebras, gatos y vampiros, se les sube también la sangre a la cabeza y a la parte más alta de sus cuerpos.
En estos días todos tenemos la sangre en la cabeza, literalmente, y es un dato universal el que la incidencia de ACVs (Accidentes cerebro-vasculares) y de infartos sube cuando llegamos a este momento del mes. Por cierto, mientras escribía estas líneas (en luna llena) supe que murió de un infarto, al borde de la medianoche y en la víspera de su cumpleaños, una mujer valiente y valiosa llamada Mary Perdomo.
Pero sucede que las pasiones humanas tienen diverso signo, así que eso del furor y el ansia puede no estar necesariamente dirigido hacia impulsos destructivos. Aunque el sexo es de alguna manera violento y de todas maneras apasionado, anótelo: esta noche es buena para conectar lo violento con lo sublime y con el amarse hasta lo sucio y lo sangriento, que es como uno debe revolcarse con alguien para que valga la pena y sea inolvidable. El sexo si no es ardoroso no es sexo sino un baile europeo; en días y noches como hoy lo que suceda en ese ámbito será menos europeo que nunca. Allá los que creen que el amor es un asunto de doncellas y príncipes y rosas y violines y pulcros condones, ese invento estúpido que tanto estorba: agradézcale a sus padres que no lo usaron en el momento crucial, porque de lo contrario usted no existiría.
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Los campesinos de todo el mundo saben que cuando hay luna creciente o llena es bueno sembrar plantas cuyos frutos crecen encima de la tierra, y que por el contrario los tubérculos, bulbos y raíces (que crecen hacia abajo) se dan mejor si uno los siembra en luna menguante. La civilización humana ha crecido y se ha alimentado al ritmo de los ciclos lunares, pero el mismo proceso que nos llevó, de ser seres apegados a la naturaleza, a intentar ser urbanos y cosmopolitas, nos ha inculcado la idea de que esas vainas tienen que ver más con la brujería y la superstición que con los saberes ancestrales de los pueblos de la tierra.
Cerca de Altamira de Cáceres la amiga Zenaida ha construido una casa que es 95 por ciento de madera, hermosísima por cierto. Casi todas las tablas y ramas están en perfecto estado, menos dos o tres, que se están pudriendo o les han caído insectos. Los montañeses de la zona saben qué pasó allí: esas ramas y vigas fueron tomadas de un árbol o árboles cortados en luna creciente. Lógica simple: si usted corta un árbol en luna llena o creciente los fluidos se quedan arriba, en el tronco o en las ramas, así que ese cuerpo se pudrirá pronto. Es la misma razón por la que a los cadáveres los “preparan” para que duren unos días sin degradarse extrayéndoles completamente la sangre. Si la sangre se queda allí empozada el cuerpo se corrompe más rápidamente.
Que a uno “se le suba la sangre a la cabeza” no es una metáfora. Cuando hay luna llena, en efecto, todos tenemos la sangre arriba, empujando hacia arriba, con tendencia a quedarse arriba más tiempo que en otras épocas. ¿Usted anda como angustiado, medio arrecho o completamente arrecho o angustiado? Esa es una de las razones físicas.
De las otras razones que se ocupe cada quien. Eso, o si quieres nos entramos a coñazos.