domingo, 26 de mayo de 2013

Alguna vez fuimos de maíz

De cómo el capitalismo nos arrebató lo que casi fue nuestra cultura.
Especie de complemento de aquel otro artículo: 
Puerde leerse también en la revista Épale Ccs Nro 31 http://www.ciudadccs.org.ve/?cat=430


A finales de 2011 visité el Complejo Agroindustrial José Inacio Abreu e Lima, allá en Anzoátegui. Trabajaba entonces para el Instituto Nacional de Desarrollo Rural, y se suponía que había buenas noticias para difundir; por ejemplo, que estaban por cosecharse las primeras 12 mil hectáreas de soya, una leguminosa que no es de por estos lados (tranquilos: el mango y el arroz tampoco lo son y la gente los cree o los considera autóctonos, nomás porque caen bien).
Bastante se ha hablado sobre la devastación de los frágiles suelos de la mesa de Guanipa. También sobre el dato insólito de que en pocos años ya no serán 12 mil sino 32 mil las hectáreas de soya por sembrar (por cierto que le conté esto a un brasileño, y el hombre, después de mirarme con lástima, se me rió en la cara: en su país ya rebasaron el millón de hectáreas de sembradíos).
Así que, morboso y malintencionado como me criaron, comencé a fijarme en otra dimensión del fenómeno: el dato sociocultural adjunto al hecho económico-productivo. Como es de esperarse, en ese complejísimo complejo trabajan personas que, en su mayoría, viven cerca de las instalaciones. Muchas de esas personas pertenecen al pueblo kariña, y uno las ve allí desempeñando labores de vigilancia, limpieza; algunos son operadores de maquinaria. Allí están, orgullosos de sus uniformes, de sus carnets, de sus radios transmisores; agradecidos por su sueldo y sus cestatiquets. Muchos no hacen en todo el día más que mirar la inmensidad en busca de alguna eventualidad que casi nunca se produce, y eso está bien: de alguna manera hay que pagarles a los pueblos originarios el genocidio de siglos.
El momento culminante de la observación sobreviene cuando uno de los compañeros del complejo me informa, todavía más orgulloso que los hermanos kariña, que en esos días unos técnicos del Ministerio de Agricultura y Tierras iban a comenzar a dictar en las comunidades cercanas un taller de cultivo de yuca. Había que hacer una nota de prensa sobre eso.
Los chistes, cuando son malos, hay que explicarlos. Y este chiste es espantosamente cruel, amargo, repulsivo, desesperadamente grave: muy rejodida tiene que haber quedado una cultura; muy desmoralizado y neutralizado tiene que estar un pueblo; muy hondo tiene que estar sepultado el cadáver de un país, para que hayamos llegado al punto en que unos técnicos caraqueños les enseñen a los inventores del casabe cómo se siembra y se cosecha una mata de yuca.

Hablando de yuca

Ese caso es actual y es una muestra microscópica, una maqueta muy pequeña, de cómo nos enyucó el capitalismo como pueblo y como cultura, hasta llegar al momento inaceptable, triste y miserable en que un hijo de la gran puta, el habitante más multimillonario de Venezuela, genere pánico y desasosiego con sólo dar la orden de no distribuir en los puntos de venta la harina pan.
Explicación del chiste: un coñoemadre que en su perra vida habrá tocado una maldita mazorca de maíz, nos ha hecho creer a nosotros, los inventores de la arepa, que sin la harina inorgánica esa que mientan “precocida” nos moriremos de hambre. El disparate tiene su origen en un crimen originario, que fue separarnos del país que estábamos a punto de ser, y empujarnos a la imitación forzosa de un país industrial, urbano y cosmopolita que nunca seremos. Puede que echándole mucha bola y sacrificando mucha dignidad a ratos parezcamos neoyorkinos o parisienses, pero nosotros no somos parisienses ni neoyorkinos sino una caricatura de esas ciudadanías. Nosotros teníamos un país apegado a la tierra, a unas tradiciones, muchas de ellas españolas pero por cierto bastante nobles y tiernas, porque estaban dirigidas al vivir y no al enriquecer a un explotador; teníamos un país en el que la gente no tenía vergüenza de sembrar unas matas, levantar una casa y coser unas ropas, pero cuando estalló el boom petrolero y la orden de los dueños de nuestro petróleo fue emigrar en masa hacia las grandes ciudades y convertirnos en urbanos, empezaron a darnos asco todas esas cosas.
En 1929 se publicó una novela llamada “Doña Bárbara”, obra cuya metáfora esencial se nos ha impuesto como emblema de la venezolanidad: hay un ser salvaje por derrotar (el campesino feo, jediondo a humo y a monte, a sudor) y un Santos Luzardo que lo domina (el caraqueño blanco, bien vestido y mejor hablado que no olía a sudor sino a perfume) a punta de civilización y buenos modales. Menos de veinte años después Caracas pasó de 300 mil a un millón de habitantes.
El citadino de los años 40 todavía era un campesino pero estaba aprendiendo a vivir conforme a las normas y el ritmo de la ciudad; de esa época data la aparición en el habla popular de dos dichos lamentables: “Aquí, jodido pero en Caracas” y “Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra”. Entre la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y la Venezuela protourbana de Medina Angarita un Luis Caballero Mejías inventó la fórmula de la harina precocida de maíz, y a los pocos años el derecho de masificar y explotar esta fórmula pasó a las manos de la familia de Lorenzo Mendoza. El negocio del año: cómo hacer desaparecer los vestigios de ruralidad para adaptarse a las necesidades del capitalismo industrial y comercial.

La arepa que no es arepa

Muchos venezolanos, más ingenuos que desinformados, creen que comiéndose una arepa en una arepera en lugar de una hamburguesa en cualquier hamburguesería les están siendo fieles de alguna manera a lo venezolano. Pero el éxito de la harina precocida de maíz es de la misma índole que el de la hamburguesa: ambas son fórmulas que no le sirven a la gente sino al capitalismo.
En los años 30 del siglo XX, cuando a los genios de Roosevelt se les ocurrió la idea de preñar de rascacielos a Nueva York y otras ciudades para sacar a EEUU de la Gran Depresión (ser esclavo albañil se puso de moda, pues miles de hombres desempleados se lanzaban a la aventura de pegar bloques, vigas y cabillas por un sueldo miserable, mientras creaban megalópolis de concreto armado) cobró auge el objeto-alimento más exitoso de la centuria: el famoso emparedado, un truco tan sencillo como meter la comida dentro de un pan para efectos de la comodidad y el no tener que bajar 70 pisos de andamios para sentarse a comer (o evitar caerse por andar manipulando platos, cubiertos y vasos en esas altitudes).
Mientras el acto de nombrar al emparedado (o sándwich o hamburguesa) obliga al honesto y correctísimo hecho de referirse al bojote completo, es decir, al pan y a lo que lleva adentro, con la “arepa” de harina precocida se nos ha empujado a una cándida y a la vez monstruosa trampa: uno dice “voy a comerme una arepa”, pero en realidad nadie va a una arepera pensando en zamparse la arepa sola. La arepa pelá y la arepa de maíz pilado sí fueron el bocado nacional por antonomasia y sí puede comerse sin relleno alguno, porque son de maíz y saben a maíz. Pero la arepa de harina precocida no sabe a nada, así que hay que rellenarla con algo que le dé gusto y sentido. Contra lo que dice Empresas Polar, la arepa de harina precocida no es el plato nacional, la vedette de nuestra mesa, la novia esplendorosa, sino de vaina la muchachita que va a tras sosteniéndole el velo.
Hace poco tuve una revelación en una casa en el asentamiento campesino La Chigüira, en Barinas. Después que hubimos comido la gente de la casa trajo el postre; era un plato con tres arepas para compartir entre seis personas. Estaban frías, pero mi media arepa me supo a gloria: por primera vez en mucho tiempo me estaba comiendo media arepa de verdad. Los anfitriones de esa casa (Juancho, Laura) son colombianos.

¿A quién le sirve una “arepa” así?

Lo que llaman “comida rápida” tiene la sospechosa virtud de ahorrarnos tiempo y esfuerzo, y ese es el mismo concepto que se le explota a la harina precocida. ¿A quién se le ahorra tiempo? ¿A usted? Póngase a ver: usted ya no tiene que sembrar, cosechar, sancochar, moler o pilar y amasar el maíz, pero ese tiempo que se ahorra no lo está invirtiendo en usted sino en cumplir con el requisito de la puntualidad. El signo distintivo de la gente que sobrevive en capitalismo es la rapidez; cuando usted sale a las 12 y regresa a la 1:30 se siente satisfecho, no de haber almorzado sino de haberlo hecho antes de que el aparato o persona que le vigila el horario empiece a decir que usted es un irresponsable. Como “el trabajo dignifica” y ser vago es una mancha horrorosa en su biografía usted termina dándole más importancia al trabajar que al comer.
Pero el capitalismo ya pensó en eso y no va a permitir que usted se angustie: para eso creó la vianda o lonchera, ese ataúd contentivo de la “comida” que usted hizo a los coñazos la noche anterior o el fin de semana, y que, como a cualquier cadáver, la saca del congelador al crematorio (el horno microondas) y de ahí a la triste mesa dentro de la oficina, de donde no saldrá para evitar llegar tarde. ¿Y en la casa, qué? ¿Y mi arepita casera? Ahí tiene el tostiarepa, un artefacto diseñado para que ni siquiera tenga que tomarse el trabajo de acariciar la masa y de lubricar el budare.
Cierto que todos o casi todos terminamos aceptando y naturalizando este ritual inhumano y vejatorio; una sociedad que le da más importancia a la puntualidad en el trabajo que a la comida es una sociedad de esclavos. ¿Usted de verdad necesita esa forma de vida? No: la necesita la empresa, ministerio, fábrica o maquila donde le exprimen su fuerza de trabajo.

El resto del crimen

El crimen que nos despojó de nuestra cultura en formación tiene muchos rastros y señales; la clave gastronómica es apenas una de ellas. Así como los agroindustriales nos convencieron de que el conuco es prehistórico, cochino, chabacano e indigno, esas y otras hegemonías nos han inculcado el asco, el desprecio y el temor a las casas de barro (para vendernos cemento), a la caza y la pesca como cultura cinegética (para vendernos carne de vaca), a la posibilidad de hacer con nuestras manos lo que en capitalismo se compra ya hecho (por esclavos y para esclavos). Y así, nos enseñaron también a detestar nuestros olores corporales (oler a ser humano es oler a mierda: usa jabón y desodorante), nuestro color (tintes, maquillajes), nuestra forma de hablar (diccionarios, cursos y policías del lenguaje “correcto” como lo habla y escribe una élite de españoles de academia), nuestra música.
Cuando Chávez propuso llenar las azoteas de los edificios de sembradíos y gallineros verticales la reacción generalizada fue de asco, risa y pena ajena, porque para unos seudocosmopolitas acostumbrados a la sifrina idea de que sólo se puede ser gente si se es profesional o intelectual, está bien el orden que divide a la humanidad en esclavos (pobres), amos (ricos) y parásitos (clase media). ¿Para qué enseñar a mi hijo a hacer casas si ya hay niños de su edad, hijos de esclavos albañiles, que se la harán en el futuro? ¿Para qué enseñarlo a sembrar si ya hay hijos de campesinos condenados a no saber hacer otra cosa sino regar unas plantas de las que no van a comer porque le pertenecen a la agroindustria? ¿Para qué enseñar a mis hijos a hacer una mesa o silla o casa si esas cosas ya las venden hechas, y de polietileno? ¿Para qué enseñarles a hacer zapatos o pantalones, si cuando sean profesionales van a poder ir a tiendas renombradas? ¿Para qué enseñarles a tocar un cuatro o una bandola si por una módica suma aportada por el Estado puede aprender a tocar violín o corno francés, cosa que da más caché y es más currrrta que andar tocando tambores?
De esto, y no de otra cosa, está hecha la afrenta del empresario bobo (uno llama “bobos” a quienes nos someten y nos aplastan a nosotros los vivos, y de paso se enriquecen con ello, ustedes me entienden) que nos convenció de que la comida sólo es comida si se compra y se vende masivamente.