miércoles, 7 de julio de 2010

Memoria de Don Pío

El domingo estuve en Carora. En Caracas me entero de dos noticias aparentemente inconexas: murió Pedro López Mogollón, fundador de Los Golperos de El Tocuyo, y hubo hace unas horas un temblor de tierra allá mismo en Carora. No debe ser casual que en ese viaje haya recibido yo mi propio estremecimiento: la tierra y los afectos suelen venir de la mano.
De aquella niñez alborotada y esquizofrénica que me tocó interpretar en esos calorones rescato algunas maldades, estúpidas pero crueles como las de los niños, como aquella de buscarle bronca a los locos del pueblo. "Eso" se define con un verbo que hasta donde sé se usa sólo en Lara: cuquear. Cuquear a un perro bravo o a una persona con gestos o insultos, para que se arrechara y nos persiguiera, nos ponía a fluir la adrenalina, y seguramente nos inculcó las nociones primeras de la audacia. Ante el miedo más o menos autoinducido, había que correr. Y correr duro, porque a veces la gracia salía mal y había que pedir perdón o llevar coñazos.
Entre los personajes a quienes de vez en cuando fastidiábamos estaba un hombre viejo, altísimo y flaco, desgarbado, que pasaba caminando con un cuatro en la mano. De haber tenido lecturas en la niñez lo hubiéramos comparado con el Quijote; el cuatro era la lanza. Mucho lo ladillamos, pero nunca perdió el aplomo, nunca reaccionó con violencia. En el fondo del ensañamiento contra ese anciano había un sedimento de desprecio por lo que hacía, es decir, era una forma de autodesprecio porque ese hombre nos representaba: al menos en Carora y sus alrededores Don Pío Alvarado era la más alta expresión del tamunangue, del golpe curarigüeño. Entre los niños y jóvenes entre quienes yo andaba este género era mal visto, nos sonaba feo, nos olía a cocuy y a borracho fulminado en la plaza.
Los niños y jóvenes caroreños de entonces, afectados ya en los años 70 por remedos y caricaturas de lo urbano (en Carora el primer semáforo llegó en el 78 y mucha gente se paraba durante horas en la maldita esquina a verlo cambiar de luces) la música larense nos provocaba más burlas que emoción. En especial nos reíamos de una canción que ya desde el título nos sonaba a viejo, rancio y decadente como aquella voz chillona del viejo que la interpretaba: La Chuchurucha. Nos parecía el colmo de la ridiculez cantarle a algo que se llamara así, o tan siquiera nombrarlo. Yo mismo, que aprendí a tocar el cuatro a instancias de mi viejo, empecé a aborrecerlo y a abandonarlo. Por allá quedó el cascarón vacío del último que tuve, con las cuerdas reventadas, colgado en algún clavo o sepultado en el cajón de la ropa sucia.
Además, de los toques de tamunangue (que solían hacerlos en actos públicos, o en cervecerías y arrabales) se decía que terminaban a botellazos y en riñas colectivas con heridos graves, y a veces en efecto era así. Era gravísimo el estado de la música larense en aquella Carora, pero yo no tenía herramientas para sospechar siquiera lo que estaba pasando: cuando una manifestación cultural o musical es odiada por los niños y jóvenes de su entorno vital pasa a ser un género muerto o en proceso de extinción. Y eso era el golpe curarigüeño (entonces lo llamábamos genéricamente "tamunangue", sin tomar en cuenta el detalle del culto a San Antonio etc.).
Pasados los años, instalado ya en Caracas y por lo tanto sometido ya a una lamentable caraqueñización (yo me fui a Caracas porque creía que ahí sí podía estudiar y ser "alguien importante", como si ser campesino no lo fuera) supe de la muerte de Pío Alvarado. Sólo después escuché la hermosísima canción que le dedicó Alí Primera:



Y entonces algo se me quebró por dentro. Aquel hombre que de niños despreciábamos, el Turpial de los cardones, no era ningún perro digno de ser cuqueao sino un coloso de nuestra cultura, hacedor de música y por lo tanto patrimonio cultural de la humanidad. Más tarde supe también de la muerte de La Chía, su cuatrista más notable y carismático (y a cuya hija le echábamos los perros sin fortuna en el liceo Egidio Montesinos). Otro golpe mortal: acudí un día a ver a Los Golperos de El Tocuyo en toque abierto y gratuito en la esquina de El Chorro. Y vaya: metido entre los edificios de El Silencio los sones me llevaron al terruño y cogí el arrecherón culposo de mi vida, al ver lo que me había perdido por andar detrás de la salsa, el jazz y los ritmos que me siguen gustando, pero que ya más nunca me dijeron nada importante.
Y de colofón, este viaje a Carora, para reencontrarme con un gentío olvidado, muchachos quizá tan irresponsables como yo en aquel tiempo y ahora cultores del tamunangue. El hervidero de niños y niñas que hoy tocan, bailan y cantan el golpe y los sones de negros me dicen que el proceso de extinción de esa música no se completó: aquello que yo dejé moribundo ha renacido con una potencia inusitada. Allá está instalada la generación que evitó y evitará que esta manifestación muera, al menos en el próximo siglo. La cuenta es fácil. El hombre que enseñó a tocar cuatro a Pío Alvarado seguramente nació a mediados del siglo 19. Hoy, en el 21, hay muchachos aprendiendo y enseñando a tocar cuatro y a interpretar esos sones añejos. Así que hay música y cultura larense para el siglo 22 y más.
En la casa de Carlos Alejo Ramírez, otra institución cultural de cepa caroreña, hubo el pago de una promesa a San Antonio y después una presentación de fotos viejas de familia: ahí recuperé la imagen de Pío Alvarado; esa que puse arriba es una de esas fotografías familiares, inéditas. Todavía no se me destraba el nudo en la garganta. Ese es el viejo roble, ese anciano que yo, en lugar de adoptarlo como tutor para que me diera unas clases sobre cómo amar a la tierra, espanté a pedradas en las calles de Carora.
Creo que ya nada me detiene en mi regreso a la tierra, por no decir a las raíces. Tras 29 años sin rasgar un cuatro he vuelto a hacerlo. Lo hago torpemente; son casi tres décadas perdidas adorando una música de afuera, no de los adentros. Así que mi homenaje y desagravio no será tocando la música que abandoné por meterme a caraqueño, pero sí colocándola acá en toda su grandeza, con la voz aguda de Don Pío sobresaliendo por encima del grupo, inconfundible e inimitable (y a la salud de ustedes, me suelto a escuchar esto con una garrafa de cocuy de Hermes Chávez agarrada por el pescuezo):

La Chuchurucha:


La mujer es lo más bueno:


El Gavilán: